domingo, 15 de julio de 2012

Pero... ¿Por qué?

Era una tarde normal de verano. Hacía calor, los niños ya se estaban retirando a sus casas, los árboles se alzaban sobre el bosque impetuosos y había una calidez casi abrumadora en el ambiente… todo era normal.


Llevaban andando ya horas y horas. Ya les debía de quedar poco, el sol se estaba poniendo, y la hora de la recogida se terminaba. Iban en fila, en marcha, sin descanso, no sabían porqué hacían aquello, simplemente, sentían que debían hacerlo, así que lo hacían, sin rechistar.
Llevaban toda la comida que podían, toda la que eran capaces de transportar, tanta, que cualquiera pensaría que podrían vivir con tal cantidad de víveres durante semanas y semanas, sin necesidad de buscar y recoger más.
De repente, uno de los pequeños que iban en fila, también cargados, se giró a otro más bajito que él y le dijo:
- Oye, ¿tú sabes por qué hacemos esto?
El otro pequeño, extrañado, se giró hacia su interlocutor y con voz chillona y carraspeando le respondió:
- Creo que es porque vamos a estar un tiempo sin comida, y tenemos que coger toda la que podamos.
- Pero ya llevamos mucha… -se quejó el otro entre pequeños gruñidos-. Y nadie nos obliga, podríamos salirnos de la fila e irnos por donde queramos.
- ¡Pero los mayores no nos dejarían! –exclamó sorprendido el más bajito-. ¡Y está mal! Si te salieses de la fila, quién sabe lo que te podrías encontrar fuera del camino seguro, quizá hay bestias salvajes, depredadores… ¡Osos!
- Pero, ¿no te cansas de hacer siempre lo mismo? Siempre igual, salir de casa, todos en fila, ir al campo, todos en fila, recoger toda la comida que podamos, también en fila… es que… ¡Estoy harto de tener que hacer siempre esto! –se impuso el pequeño, extrañando cada vez más a su compañero.
- No seas loco. Sabes que es esto lo que debemos hacer. Siempre lo hemos hecho y siempre lo haremos –contestó su amigo con voz neutra, como si estuviera pronunciando un discurso.
- ¡Pero yo quiero irme de aquí! ¡Quiero poder hacer lo que quiera! –continuó protestando el pequeño.
- No podemos hacer eso… además, ¿qué harías si pudieses irte? –inquirió su compañero con el fin de convencerle.
- Pues no sé… imagino que me iría a ver mundo, a hacer lo que me apeteciera, sin tener en cuenta lo que todo el mundo hace –contestó el otro, convencido.
- No debes pensar en eso… te distrae, además, ¿qué hay de malo en hacer lo que todo el mundo hace? Si se está bien…
- ¡Ese es el problema! No estoy contento con lo que todo el mundo hace… Durante un tiempo está bien… pero ya llevaba mucho tiempo pensando en ello. ¿Es que todos tenemos la misma mente, las mismas ideas? ¿Tenemos que seguir todos simplemente lo que vemos y ya está?
- Pero es que siempre se ha hecho así… no hay razón por cambiarlo ahora…-dijo el más bajito sin dar posibilidad de duda.
Mientras hablaban, empezó a anochecer, y los aromas del bosque se notaban por todo el aire. El aroma del pan de las cabañas cercanas se mezclaba con un intenso olor a lavanda procedente de las flores repartidas por toda la zona.



Todo era perfecto, el pequeño tenía razón… ¿por qué cambiar algo por otra cosa que puede ocasionarte algo peor de lo que vives en ese momento? No encontraba una razón por la que su amigo quisiera irse de allí, así que lo siguió mirando, por si en algún momento quería seguir “hablando”…
Mientras recorrían los caminos del bosque con dirección hacia su hogar, que aún quedaba un poco lejano, el que había empezado la conversación iba distraído, tanto que, sin darse cuenta, a punto estuvo de caer dos o tres veces al suelo y echar a perder todo el trabajo de ese día.
- ¿Ves cómo te distraes? –le inquirió su compañero intentando borrar de la mente del aludido la idea que tanto le preocupaba y que ocupaba casi toda su mente.
- Pero… es que no consigo entenderlo… siempre igual… haciendo lo que todos hacen… sin motivo, sin razón de ser… además, ni siquiera se nos dio opción… -murmuraba el pequeño.
- Pero, ¿cómo quieres que te den opción? ¡Si es lo que hace todo el mundo! ¡Eso lo elegiste tú, sin darte cuenta, pero lo hiciste! –respondió el otro aún con su empeño de desechar aquella idea d el amente de su amigo-. ¡Mírame a mí! Yo, estoy feliz. Aquí se está bien… sin preocupaciones, sin otra cosa que hacer que lo de todos los días, con todos los demás.
- No me creo que estés contento haciendo lo mismo todos los días… -continuó el otro contraatacando.
- Pues lo estoy, y, aunque no lo estuviera, me conformaría, porque si estás seguro de que no te da problemas, pues, ¿para qué cambiar?
- Pero…
- No, pero no. Mira, nosotros comemos todos los días, ¿verdad? –preguntó tajante el pequeño.
- Sí… -respondió su amigo con voz bajita.
- Y siempre tenemos sitio donde dormir, ¿no?
- También…
- ¡Y lo único que nos piden es que recojamos comida, que sigamos a los demás! ¿De verdad que cambiarias esto? ¡Si es muy cómodo! – terminó. Con ello, pensó que todas las preguntas de su amigo quedaban aclaradas, y que no habría más discusión entre ellos.
- Pero, aunque sea cómodo, -inquirió de nuevo el pequeño, sobresaltando a su compañero-. ¡Seguro que hay cosas mejores! Y nosotros nos las perdemos, porque estamos aquí, haciendo lo mismo… Podríamos buscarnos cada uno nuestro camino… por lo menos elegiríamos lo que queremos…
Y los dos quedaron repentinamente en silencio. Cada uno pensando en lo que el otro decía.
No se oía más que las insignificantes pisadas de todos los que andaban por el medio del aquel inmenso bosque, por donde andaban siempre, por donde siempre pasaban cargados de comida, día tras día.
Ninguno de los dos volvió a decir palabra, y poco a poco sintieron que se iban acercando a su hogar. La noche estaba terminando de cubrir el cielo, y la fila seguía su camino, incansable, incluso, monótono.
El bosque rebosaba magia, aquella magia adormiladora producida por el olor de las flores, por la sensación de calidez que manaba de los árboles y por las estrellas que alumbraban el cielo como faros en la noche más oscura que pueda imaginarse. Pero, a pesar de eso, todos veían lo que había en el bosque. Ese bosque había sido su hogar, y lo sería para siempre. Conocían todos los caminos que había en él, y podían intuir lo que pasaba entre sus verdes extensiones, incluso oírlo…
Pero aquel gigante bosque y su hechizo implacable, se vio de nuevo perturbado por la intervención de aquel pequeño ser que tanto se había aferrado a sus ideas, pero que empezaba a entrar en razón, influido enormemente por su compañero conformista.
- Tal vez tengas razón… Quizá deba contentarme con esto. Es lo que hay. –por fin pareció dar la razón a su acompañante, pero éste, aún pensativo, no contestó inmediatamente al otro… Se quedó pensando unos minutos, como si estuvieran barajando las posibilidades que su compañero había abierto en su mente.
En ese momento, cuando la fila atravesaba una zona de la linde del bosque, una ráfaga fría de viento penetró hacia el interior del bosque, disolviendo por unos segundo el influjo que éste ejercía sobre todos sus seres, como inspirando profundamente para dar al pequeño un momento de lucidez en su mente, liberándolo del cálido hechizo del bosque.
- Pues yo creo… -empezó a decir el más bajito. En ese momento, el bosque soltó su bocanada de aire, que devolvió a la ficticia realidad a los dos compañeros.
- Pero, un momento… -dijo el que en un momento empezara la conversación con sus increíbles ideas de liberación-. Si somos todos iguales, y, según lo que tú dices… las hormigas no deberíamos hablar, ¿no?
Los dos callaron, ninguno dijo una palabra más. No era necesaria…

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