domingo, 15 de julio de 2012

Anne, encuentros en la memoria.

1: La Fiesta.

Aquel día de mayo de 1650, Anne no podía ni imaginarse los recuerdos que evocaría esa misma tarde, los que harían que aquella noche no pudiera dormir tranquilamente…
Se encontraba en su cumpleaños número 85, y todos sus familiares y amigos le habían preparado durante todo el día la fiesta de la que disfrutarían aquella noche. La salita estaba a rebosar, amigos hablando por aquí, familiares discutiendo sobre asuntos modernos que Anne ya no entendía debido a su avanzada edad, y los niños jugando por los suelos de la casa, como si les fuese la vida en ganar aquellos juegos que encontraban tan divertidos.
Hacía calor en toda la casa y llegó la hora de sentarse a tomar la tarta. Todos se reunieron en torno la mesa y comenzaron a comer entre entretenidas conversaciones que Anne escuchaba, haciendo de vez en cuando algún comentario.
De repente, Anne oyó un nombre, un nombre que no había oído desde su juventud, un nombre que la hizo espabilarse y prestar atención a la conversación en la que se encontraban gran parte de los comensales.
- … y entonces el tipo ese, ¿cómo se llamaba?
- ¡Galileo!
- ¡Eso, Galileo! Pues le dijeron que no podían seguir escuchándolo y que no apoyaban sus teorías alocadas y fuera de sentido, que callara y dejara a los más listos al cargo de las cosas importantes. Y entonces…
- Galileo…-susurró Anne. Había estado gran parte de la fiesta en silencio, mirando a los invitados, pero sin charlar mucho con ellos, por lo que todos los comensales se giraron y la miraron con expectación.
- ¿Qué pasa mamá? -inquirió una de sus hijas.
- Yo coincidí con él, aquí, en Pisa…
- ¿Qué coincidiste con él? ¡Eso no nos lo habías contado mamá!
- Lo sé pero es que fue hace mucho tiempo y…
- Nada de peros, ¡eso da para mucho! ¡Cuenta, cuenta!
Los demás siguieron con sus conversaciones y discusiones, y se olvidaron de Anne y su hija.
- Lo conocí aquí, en Pisa, a mis dieciocho años, y él estudiaba en la ciudad. Yo trabajaba en la vieja taberna de la Via Tavoleria, cuando un día entraron por la puerta tres jóvenes. Discutían sobre teorías matemáticas, físicas, astronómicas y otras tantas que nunca entendí. Se sentaron en una mesa y fue a atenderles Saúl, el tabernero. Sus conversaciones cada vez subían más de tono, y acabaron a gritos, por lo que Saúl se vio obligado a pedirles que se marcharan, pero hubo uno de los tres, el que más me llamó la atención, el que había entrado en primer lugar, que se quedó sentado en la mesa, pidiendo permiso amablemente al tabernero, y encargó un vaso de vino.
- ¿Te ocupas tú Anne?- me pidió Saúl – Es que ya me han sacado de mis casillas.
- Está bien - respondí. Preparé una jarra de buen vino, y me acerqué a la mesa. Aquel hombre tenía unas ojeras increíbles, como si llevara sin dormir días y días.
- Gracias – me dijo antes de que pusiera el vino en la mesa y sin levantar siquiera la mirada.
- No es nada. Perdón, ¿le pasa algo?- nunca supe por qué le pregunté eso, simplemente me salió, como empujado por el destino.
- ¡Qué si me pasa algo dice! - estalló bebiendo un gran trago de vino–. ¡Por supuesto que me pasa algo! ¡Estas malditas ratas de biblioteca que no demuestran nada y se creen que todo lo que dicen los “grandes de la ciencia” es verdad…! ¡Y yo no estoy de acuerdo señorita, no señor, yo creo que se debe demostrar lo que uno sabe y que…! Pero bueno esto a usted no le debe importar… - en ese momento levantó la mirada, y en ese momento, yo supe que sentía algo por aquel hombre extraño e inconformista que estaba al lado mío, admiración o quizá simplemente curiosidad. - No, no, continúe por favor- cogí una silla de la mesa de al lado y me senté junto a él.
- Bueno, si se empeña… - ya llevaba un par de vasos encima y no costaba mucho que hablase. – El caso es, señorita, que en esta sociedad en la que vivimos, la gente no se preocupa de demostrar las cosas, sino simplemente las dicen y ¡Hala! ¡Viva la vida! Y esa es la causa de mi problema, ya que estoy asistiendo a la conferencia de matemáticas de Ostilio Ricci, y hay allí cada rata… que déjela ir, y entonces…
-El siguió hablando sin parar y yo me encontraba como en una nube, absorbida por la abrumadora presencia de aquel hombre, admirada por la cantidad de saber que vivía en cada parte de su ser, y entregada a aquella cosa tan extraña que sentía hacia una persona totalmente desconocida. No sabía cómo seguir la conversación, con lo que únicamente escuché, escuché cada palabra que salía de su boca y le miré como una adolescente miraría a un amor platónico de las novelas de aventuras...
Y se hizo muy tarde… al final, compartimos aquella jarra de vino y otra más, ya que había acabado mi turno horas antes, con lo que aquel extraño personaje y yo seguimos hablando hasta altas horas de la madrugada. Yo hacía algún que otro comentario, pero el grueso de la conversación lo llevaba principalmente él, explicándome en qué proyectos se encontraba, qué pensaba hacer, y un millón de cosas que yo escuchaba con atención.
- …y claro, mi padre está empeñado en que yo estudie medicina, pero yo no quiero señorita, no, no quiero, así que lo voy intentar convencer a ver si…
- Es la hora de cerrar –se acercó el tabernero.
- Está bien, ya nos vamos –dije con la convicción de una persona bebida.
Salimos del bar, agarrados de los brazos, ya que teníamos miedo a caernos después de haber bebido tanto, y nos adentramos en las estrechas calles que rodean la Universidad de Pisa. Casi sin darnos cuenta, y guiados únicamente por el sentido de orientación de él, llegamos a una callejuela y mi acompañante se giró y me dijo:
- Esta ya es mi casa…
-Está bien –dije intentando dar a comprender que no me importaba demasiado.
-Me tengo que subir ya, que mañana me espera otro día muy muy movidito.
- No, espera…-dije sin saber muy bien si lo hacía simplemente con la esperanza de retrasar su partida
- ¿Qué pasa? -preguntó un poco preocupado.
- No, nada, pero me preguntaba si nos volveríamos a ver…
- Por supuesto que si Anne, mañana a la misma hora estaré en la taberna y charlaremos otro rato –afirmó sujetándose la cabeza con las manos, como si se le fuese a caer.
- Vale, pues entonces… hasta mañana, ¿no?
- Sí, nos vemos mañana –se giró y entró en un portal antiguo por el que empezó a subir las escaleras que conducían a su casa haciendo eses y con algún que otro tropiezo.
Yo me quedé ahí, mirando, incluso cuando él ya había doblado la primera esquina y yo ya no lo veía.
Volví a mi casa del barrio de San Giusto, en las afueras, y dormí lo que quedaba de noche pensando en él, y entonces me di cuenta de una cosa… ¡no le había preguntado cómo se llamaba! Lo haría el próximo día que nos viéramos.

...

Todos en el salón miraban ahora a Anne. Todos escuchaban su historia como si de la novela más importante se tratase.
- ¡¿Y qué más mamá?! –inquirió la hija con la que había empezado a hablar de su pasado.
- Sí, eso, ¿qué más? –repusieron otras personas en el comedor.
- Pues simplemente nos seguimos viendo y…-explicó Anne.
- ¿Y..?
- Nada más, seguiremos cuando cumpla los 86 años, que ya es muy tarde y los niños estarán que se suben por las paredes –y mucha gente en el comedor empezó a reírse con Anne.
- Bueno está bien, pero no te escapas ¿eh? –dijo un sobrino suyo.
La gente empezó a recoger y los niños a salir por la puerta, todos se iban y poco a poco, en cuanto los trastos y la comida y todas las sobras estuvieron recogidas, Anne decidió irse a dormir.






























2: Una noche muy larga. Recuerdos.

Se cambió, se acostó y pensó, sólo pensó, en aquel 85 cumpleaños, en aquel hombre llamado Galileo, que recordaría toda su vida, y evocó todos los recuerdos que había vivido con él, como si los estuviese viviendo otra vez, medio dormida medio despierta, pero segura de su memoria, que era lo único fiable a lo que Anne se agarraba.




El día siguiente amaneció lluvioso en Pisa. Hacía frío y Anne se despertó con un increíble dolor de cabeza, con la sensación de que el día anterior no había existido, ignorando completamente lo que había ocurrido.
Se levantó de su cama tosca e incómoda y se encaminó a arreglarse para ir a comprar la comida que la abastecería en su pequeño apartamento durante al menos cinco días más.
Cuando salió de su casa, aún no recordaba nada de lo sucedido el día anterior, por lo que ninguna preocupación más que lo que debía comprar rondaba su mente.
Llegó al mercado aún con la cabeza molestándole, y compró todo lo que necesitaba; no le llevó mucho tiempo, ya que eran objetos de mera subsistencia, y volvió a casa por el mismo camino por el que había venido, sin parase a pensar en nada más que no fuese en el dolor de cabeza que acuciaba su mente.
Cuando hubo colocado toda la compra en su correspondiente lugar, decidió que necesitaba un descanso, ya que los efectos del alcohol de la noche anterior aún no habían dejado de tamborilearle la cabeza, y ésta le dolía a horrores, por lo que se acostó en la cama.
“Espero despertarme a tiempo para ir a la taberna” –pensó-, “Como llegue tarde, Saúl me mata”, se dijo.
Saúl era un hombre muy delgado y alto, y siempre había estado con Anne en aquel local, desde que ella había entrado a formar parte de él cuando era sólo una niña. Era simpático y afable, pero tenía poca paciencia con los clientes más desesperantes, por lo que le pedía a Anne que lo sustituyera a cambio de cubrirla cuando llegaba tarde y ayudándola en lo que podía, ya que Anne intentaba sobrevivir con lo poco que le pagaban.
Con estos pensamientos sin más trascendencia, Anne entró en un sueño profundo en el que no soñó con nada, y del que, de repente, se despertó de un susto con un solo pensamiento en la cabeza: “¡No! ¡Aquel hombre! ¡Hoy iría allí también! ¡Tenía que preguntarle cómo se llamaba, era su oportunidad! ¿Cómo lo había olvidado?”
Bajó de un brinco de la cama y miró por la ventana: “Perfecto, al menos hoy no llego tarde”. Todavía se veía claridad en la ciudad, no era de noche, pero los primeros rayos de luz del crepúsculo aparecían por la lejanía.
Se vistió y arregló despacio, pensando en que tenía tiempo de sobra para llegar allí sin que fuese muy tarde, y también con la idea de un posible reencuentro con aquel hombre…
Salió de su casa cogiendo las llaves en dirección a la taberna, donde pasaría el resto de la tarde y gran parte de la noche.
De camino pensó en lo extraño de la noche anterior: un extraño hombre que entra en un bar donde casualmente trabaja Anne, una chica de 18 años, y, casualmente, acaban hablando toda la noche, y que, casualmente, ese hombre le hiciese sentir especial, le hiciese sentir un cambio impresionante en su vida, el inconformismo era la base para no quedar atascada en la monotonía y el aburrimiento, y la monotonía y el aburrimiento eran, precisamente, las dos cosas que mas disgustaban a Anne.
Ese hombre la había marcado, no sabía cómo ni por qué pero lo que si sabía era que se dirigía al lugar donde la noche anterior se conocieron, con la idea de verle una vez más y hablar con él, pero esta vez más como amigos que como simples desconocidos.
Llegó al bar con los pies fríos y con ganas de sentarse. Todo parecía normal. Los mismos clientes que siempre, los mismos pedidos que siempre, y ni rastro de su conocido…
Saúl se le acercó y le lanzó el delantal que tan horrendo le parecía a Anne.
- Cinco minutos tarde, Anne, pero hoy te los perdono, que me siento generoso –le dijo guiñando un ojo, y a continuación añadió-: Bueno, y porque ayer cuando te fuiste no parecías ir muy sobria –se dio la vuelta y siguió con sus quehaceres, atendiendo a clientes de las pocas mesas que se encontraban ocupadas.
Anne iba a responderle, pero en ese mismo momento se abrió la puerta. Ella, esperanzada, se giró rápidamente y con ojos atentos, pero para ver únicamente como entraba en el bar una pareja agarrada de la mano y ocupaba una mesa al fondo de la estancia.
- Por cierto, Anne – oyó a Saúl que le hablaba desde la barra – Esta mañana temprano vino un chico, parecía un recadero, y me dio un sobrecito para tí, dijo que lo entenderías.
Anne se quedó petrificada.
- ¿Dónde lo has puesto, Saúl? –preguntó con rapidez e insistencia.
- Aquí lo tengo – respondió él sacándose un sobre pequeño de color blanco del bolsillo de su delantal y tendiéndoselo a Anne.
- Trae acá –dijo Anne arrebatándoselo de un manotazo. Se sentó en una mesa, la primera que vio vacía, y abrió el sobre con manos ansiosas.
Dentro, encontró un papel doblado que abrió temblorosa, ya que no sabía qué esperar de semejante envío, en el que había un pequeño texto en forma de carta, con caligrafía esmerada y curiosa, que decía:

“ Querida Anne,
Siento tener que escribir estas palabras pero creo que hoy no voy a tener tiempo de ir
a la taberna, ya que tengo mucho que estudiar y en la conferencia no esperan a nadie, pero
te prometo que mañana o pasado iré por allí y te llevaré a dar un paseo por
Pisa, y hablaremos como ayer noche, ¿está bien? Realmente lo siento mucho,
eres una compañía excelente, no me olvides, yo no lo haré.
Fdo: Galileo
Pd: Siento no haberte dicho mi nombre, pero, tú tampoco lo preguntaste, ¿no?”

Galileo… así que ése era su nombre…
“Bueno, no estaba mal. Por lo menos ya tengo un nombre con el que fantasear en sueños” –se animó Anne entre risitas ahogadas.
No sabía que pensar. De momento, dejaría pasar el tiempo que Galileo decía en su carta, pero en su fuero interno estaba deseando volver a verle. Era increíble como la había marcado tan profundamente. Pero ella esperaría lo que hiciese falta para estar con él de nuevo.
Pasó toda la tarde esperanzada en que apareciese por la puerta, mientras servía las mesas y hablaba de vez en cuando con Saúl, cuando no había muchos pedidos, y había poco que hacer en el viejo mesón.
Al final se dio por vencida y, cuando terminó su turno, dejó a Saúl sólo, que trabajaba más horas que ella, y se dirigió de regreso a su casa, deseando acabar el día para que llegara el siguiente y, con él, la posibilidad de verlo otra vez…
Estaba muy equivocada, lo único que consiguió yéndose a la cama temprano, fue desvelarse y pensar en todo menos en dormirse. “¿Cómo voy a dormir sabiendo que él está por ahí, sabiendo que le voy a volver a ver? ¿Por qué no habrá venido hoy? ¿Le habría pasado algo, o simplemente había estado haciendo lo que decía en su carta? ¿Qué le diría la próxima vez que lo viera?...” -éstas y muchas otras preguntas rondaban la mente de Anne, que no consiguió conciliar el sueño hasta bien entrada la madrugada.





“Que inocente fui” –pensó la Anne de 1650 –. “¿Por qué esperaría volver a verle? Si tampoco fue para tanto.” –intentó autoconvencerse.
Se incorporó y se acercó a la cocina a beber un vaso de agua, ya que a sus años ya el cuerpo empezaba a fallar de vez en cuando, y había que cuidarlo especialmente bien, para que durara muchos años más.
Era imposible que aquella noche se durmiera. Hablar de su pasado le había abierto viejas heridas que recordaría toda la noche.
Cuando volvió a la cama, siguió recordando y pensando.
“Y pensar que lo volvería a ver unos días después, de aquella manera… me habría vuelto loca de impaciencia”






Al día siguiente, Anne se despertó muy tarde, y únicamente para la hora de comer. Se preparó un bocadillo y decidió que, como no tenía nada que hacer, iría a la taberna a hacerle compañía a Saúl y a intentar trabajar unas horitas extra para ganarse un pequeño plus en su encogida economía.
Como otro día más, se vistió y arregló, y salió por la puerta, llegando a su destino justo cuando un chico pequeño de unos 12 años de edad, con una gorrita roja, salía por la puerta de éste, presuroso.
Anne entró, y se encontró que el lugar estaba lleno a rebosar de clientes. “Perfecto” –pensó –“Así podré hacer mis pequeñas horas extras”.
Saúl se le acercó y le tendió el delantal.
- ¿Horas extras, Anne?, está bien, no me viene nada mal un par de manos más aquí, la verdad –y Anne cogió el delantal y se puso a hacer su tarea junto a Saúl.
Conforme iba entrando la tarde, Anne sentía que su nerviosismo crecía y crecía, ya que tenía la esperanza de ver a Galileo aquella tarde o, en cualquier caso, aquella noche.
A media tarde, cuando el local ya se había vaciado casi del todo y sólo quedaban unos hombres de negocios en una mesa cercana a la puerta, Saúl pegó un brinco y tiró una jarra por el borde de una mesa, la que, para mala suerte de Saúl, fue a parar justo a su pie derecho.
- ¡Putana...! –maldijo con todas sus ganas mientras se agachaba a coger la jarra y la colocaba en el fregadero-. ¡Anne! –llamó a su ayudante casi gritando.
- ¡Dime Saúl! – Anne casi llegó al instante junto a él, ya que tenía los nervios a flor de piel y la adrenalina recorría su cuerpo como si sus venas estuvieran hechas de pura cafeína.
- Esta mañana llegó otra carta para tí. La volvió a traer el mismo chiquillo de ayer, pero se me había olvidado dártela, con el lío de la taberna y todo eso. Aquí tienes –dijo tendiéndole otro sobre parecido al del día anterior.
Anne estaba que explotaba por dentro, pero sabía que el pobre y viejo Saúl no podía hacer más con su débil memoria y el estrés que le suponía aquel trabajo.
- Gracias Saúl –le respondió cogiendo el sobre mientras soltaba un largo y hondo suspiro para intentar calmarse
Lo volvió a abrir casi rompiendo la carta, y cuando lo desdobló y lo extendió, leyó:

“Lo siento:
Lo siento de veras Anne pero me tengo que ir de la ciudad. Si, lo sé, quizás suena
un poco precipitado, pero es que aquí, me he ganado algunos enemigos, ya sabes, por mi
odio a ser comparado con “ellos”, y, la cosa está muy fea.
Me iré a un pueblo de las afueras, hasta que se calmen un poco las cosas, y luego
volveré y seguiré con mis estudios de matemáticas sin intentar llamar demasiado la
atención. No podré escribirte los días que esté fuera pero te prometo que en cuanto
vuelva me pondré en contacto contigo.
Volveremos a vernos, no te preocupes.
Pd: No intentes encontrarme.
Fdo: Galileo.”

Anne no daba crédito a lo que leía. “¿Cómo podía hacerle eso? Habían quedado, ¿no? ¡Pues por lo menos podría presentarse!” –pensó con furia.
En cuanto a lo de no buscarle, Anne decidió que no le haría caso, así de simple, si él no se dignaba a venir, iría ella en su busca. Pensó que si había gente que lo odiaba en aquella ciudad, debería ser porque había hecho algo importante, o, por lo menos, que se codeaba con la gente más grandiosa de Pisa. Así que decidió que averiguaría donde trabajaba y preguntaría por su paradero allí.
En esto pensaba cuando de repente calló en la cuenta. La taberna. ¿Qué podía hacer con la taberna? La ataba de pies y manos con la ciudad, no podía hacer nada, y tampoco podía dejarla, ya que necesitaba el dinero. Y también estaba Saúl, y todo lo que había dado por ella…
No, definitivamente no podía hacer nada… o sí… Sí, sí que podía, por lo menos averiguaría donde era la conferencia esa a la que asistía y preguntaría si alguien sabía algo de él, dónde estaba, cuándo vendría, etc…
Terminó el turno con muchas ganas de ir a su casa, para descansar y pensar en dónde podría ir en primer lugar para preguntar por Galileo al día siguiente.
Apenas llegó, dejó las llaves encima de la cama y se acostó en la misma, pensando en levantarse para cenar y cambiarse… algo que no hizo, ya que al cabo de tres o cuatro escasos minutos, se quedó dormida profundamente.

Se levantó al día siguiente con cansancio, un cansancio que se debía posiblemente al haber dormido con la ropa de calle puesta y clavándosele las llaves en los riñones…
Desayunó rápidamente y se arregló lo que pudo sus maltrechas ropas. Luego pensó que lo único que tenía que hacer esa mañana era ir a preguntar por Galileo a donde quiera que diesen esas extrañas conferencias de matemáticos.
“Pero, ¿donde?”-se preguntó a si misma
Pasó unos diez minutos pensando sentada en la cama y al final cayó en la cuenta de que a Saúl siempre le habían gustado las cosas de ciencias y matemáticas y quizás él sabía donde se daban las conferencias en la ciudad, con lo que se encaminó al mesón otra vez más, pero esta vez no para hacer horas extras, sino para hablar con Saúl.
Llegó antes de lo que esperaba ya que por el camino pensaba en qué iba a hacer cuando llegara al lugar donde se celebraban las conferencias. Ella no sabía nada de matemáticas ni de nada de eso, así que no pudo ni imaginarse cómo podría reaccionar cuando llegara allí, con todo lleno de gente muy lista e inteligente.
De la taberna salían muchos clientes, por lo que Anne pensó que quizás Saúl no iba a poder hablar con ella, ya que estaría muy ocupado sirviendo. Pero no perdía nada por intentarlo.
Entró y observó que apenas había quedado gente dentro después de que todo ese tumulto que ella había visto saliese de él.
Se acercó a Saúl, que se encontraba apoyado en la barra secando unas jarras, y antes de que Anne pudiera pronunciar palabra, éste se le adelantó.
- ¿Otra vez horas extra, Anne? A este paso voy a tener que darte unas vacaciones, ¡que poco más y trabajas lo mismo que yo! –se rió en voz alta de su propio chiste.
-No, era otra cosa, oye, a ti siempre te han gustado las conferencias esas de matemáticas y todos esos rollos raros, ¿no? –le preguntó Anne sin andarse con rodeos.
- Mmmh... sí… ¿Por qué? –preguntó muy extrañado.
“¿Es que acaso es tan raro que yo me interese por las matemáticas? Debería cuidar un poco más mi imagen” –puntualizó Anne en su mente.
- Pues porque me gustaría saber donde dan esas conferencias y todo eso… no es por nada, simplemente…
- Aquel chico… ¿verdad? –le cortó él antes de que terminase de hablar.
- ¿Cómo…? –empezó a preguntar ella, extrañada.
- Simplemente parecía inteligente… bueno, y que cuando me acerqué a servirles el otro día a él y a sus amigos no pude evitar oír un poco de su conversación y…
- ¿Su conversación? –preguntó Anne con una nueva esperanza en la mente. Quizás Saúl sabía algo más sobre el actual paradero de Galileo, quizás le podía dar información sin tener que ir a la conferencia y quedar en evidencia, quizás había oído algo…
- Si, pero nada importante, sólo matemáticas y mas matemáticas… me dieron dolor de cabeza –o quizás no había oído nada de nada…
Anne decidió que tenía que volver al plan “A”
- Bueno, y, a lo que iba, que dónde se dan esas conferencias tan importantes en la ciudad.
- Espera que me acuerde… si, creo que tenía un periódico por aquí –dijo levantándose y cogiendo un periódico de debajo el mostrador de la barra-. Si, aquí está, pues mira, las suelen dar en el auditorio que hay cerca de la plaza redonda, ese que es así de color dorado, en el que dan todas. ¿Es que no te interesas por nada de lo que pasa en la ciudad en la que vives? Deberías…
Apenas hubo bajado el periódico hasta una distancia que le permitiera ver lo que había detrás, cuando se dio cuenta de que se había quedado hablando sólo. Anne ya había salido por la puerta.


“El Auditorio” –pensó Anne. “¿Dónde iba a ser si no?”
Se encaminó hacia la plaza con pies ligeros. No quedaba lejos, pero tenía que atravesar una parte del mercado que solía estar llena de gente, y en la que rara vez se podía andar sin tropezar con algún carro, o con un niño que jugaba por el suelo.
Le costó mucho ir tan despacio, sabiendo que podía averiguar dónde se encontraba él en esa misma mañana.
Los mercaderes gritaban y atraían a la gente con los reclamos de sus mejores productos, un sinfín de olores recorrían las calles y mucha gente acudía a ver qué era lo que se vendía en aquellos puestos que tan bien olían.
Pero Anne sólo deseaba llegar a su destino, y ya empezaban a dolerle los pies de tanto caminar. Llevaba andando unos diez minutos y sus piernas no estaban acostumbradas a caminar más que los dos o tres que tardaba en ir al trabajo, o los cinco o seis que tardaba en hacer la compra cuando era día de rellenar la despensa.
A unos pocos minutos más ya divisó el final de la calle que desembocaba en la plaza, donde se encontraba el Auditorio. Anne estaba muy nerviosa, no sabía qué hacer, y pocos pasos la separaban de la plaza donde tendría que preguntar si alguien sabía algo de un extraño hombre llamado Galileo.
Entró en la plaza absorta en pesimistas pensamientos sobre lo que iba a pasar allí, cuando, sin darse cuenta, tropezó con alguien, y lo único que vio después del choque fueron un montón de papeles volando y a ella y a un niño de unos 12 años sentado en el suelo enfrente suya, viendo cómo volaban los papeles que tanto trabajo le había costado cargar.
El niño se levantó rápidamente y empezó a recoger los papeles presurosamente.
- Espera, te ayudaré –se ofreció Anne levantándose y empezando a coger los papeles que más cerca quedaban de su posición.
- Gracias, no pasa nada, no se preocupe, esto es muy rápido de recoger, ya me ha pasado otra vez hoy, ha sido culpa mía, que no veo con la pila de papeles, lo siento de verdad…-se excusaba el niño mientras recogía los papeles apilados en el suelo con asombrosa rapidez. Después, se giró y cogió del suelo una gorra roja que se colocó en la cabeza.
- Que no, en serio, te ayudo, si no es nada… -y en ese momento, Anne cayó en la cuenta-:
- Espera, no serías tú el chaval que el otro día entró en el bar de Saúl a dar unos recados, ¿no? –ante Anne se habría una nueva posibilidad y esperanza. Lo había reconocido gracias a la gorra roja que se había abierto camino hasta su mente del día en el que recibió la segunda nota de Galileo.
- Me parece que sí, pero hago tantos encargos que no sabría decirte con seguridad en qué día fue… -ya había cogido todos los papeles y la pila volvía a taparle casi toda la cara y gran parte de los ojos.
- No importa, sólo quería saber si te acordabas de la persona que te hizo los encargos, un tal… Galileo –dijo Anne con la esperanza de que aquel nombre provocara alguna alteración en el rostro del chico. Y sí, lo consiguió ya que el rapaz se quedó asombrado de que una chica como ella preguntara por alguien que últimamente a Anne le parecía que era tan importante-. Y si sabías la forma en la me puedo poner en contacto con él –le inquirió Anne antes de que respondiera.
- Bueno… me dijo que no se lo dijera a nadie, ya que le oí hablar con un amigo suyo cuando entré el día en que me llamó para hacerle el encargo, pero si es tan importante lo que tiene que decirle…
- Sí, sí que lo es –cortó Anne con la intención de avivar la carrerilla que había parecido coger el chico hablando.
-Hablaban de que él tenía que irse de la ciudad por “nosequé” cosa y que volvería a los cuatro días si las cosas se habían calmado, así que, si quiere hablar con él, le sugiero que le espere en la ciudad, no tardará mucho en volver. Pero no le diga que se lo he dicho, podría caerme una gran bronca si…
Para cuando el chico se dio cuenta de que estaba hablando sólo, Anne ya estaba doblando la primera esquina de la plaza, de camino a su casa, pensando en lo que le había dicho el muchacho de la gorra roja.
El chico se encogió de hombros y subió una mano en la frente haciendo el gesto que tantas veces había visto hacer a los soldados
“Para servir” –pensó. Y mientras, la pila de papeles se le caía otra vez de las manos, volando junto a las hojas de los árboles en la dirección en que soplaba el viento…
































3: Amanecer...


Anne se había quedado dormida… Las hojas que volaban en sus recuerdos la habían mecido hasta el punto de introducirla en un profundo sueño, del que sólo saldría al día siguiente, cuando ya el sol de la mañana entraba en su habitación por las ventanas entornadas, y le rozaba el brazo, haciéndole entrar en calor.
Aún era muy pronto, Anne lo sabía, y por ello decidió quedarse en la cama un rato más, terminando de recordar lo que ahora le parecía que había sucedido hacía tanto tiempo.
Sus recuerdos eran vagos y borrosos, pero no le fallaba la memoria en cuanto a los más significantes e importantes, los que había guardado su mente sin querer, por ser en los que ella mejor se había sentido en su vida.





El amanecer del cuarto día de la partida de Galileo se asomaba luminoso y cálido en Pisa. No hacía frío, había poca humedad, y la gente se había despertado pronto para disfrutar de aquel día que parecía iba a ser glorioso y maravilloso. El mercado estaba lleno de gente, los niños ya jugaban en las calles incluso tan pronto como era, y Anne no se podía encontrar de mejor humor.
Había transcurrido una tarde y un día entero desde que aquel chico de la gorra roja le diera la valiosa información que Anne tanto deseaba. Galileo volvía en cuatro días, no especificaba cuál, pero Anne sabía que si no era ese día que tan especial se presentaba, sería el siguiente.
No había hecho gran cosa en la tarde y el día entero que siguieron al del encuentro con el niño, simplemente se había dedicado al trabajo por completo y a ayudar a Saúl con éste.
Como una mañana más, se levantó, desayunó pan con manteca y leche, y se decidió a encaminarse al mercado para ver si habían traído cosas nuevas, ya que últimamente recibían cantidades de productos que provenían de otros países, y eso a Anne la entusiasmaba.
Se dio una vuelta por el mercado, que le llevaría mucho tiempo, ya que no tenía prisa ninguna en llegar a su casa, porque hasta por la tarde no empezaba su turno en la taberna. Había un murmullo general en Pisa. En las calles se respiraba el aire de la vida, un aire que llenaba los pulmones de ganas de pasear y de disfrutar aquel día especial y de no continuar con la monotonía de las vidas que llevaban las gentes que paseaban por las grandes avenidas de aquella ciudad mágica y encantadora.
Cuando Anne decidió que el mercado no le deparaba nada nuevo, dio media vuelta y regresó a casa con paso seguro y decidido, por el mismo camino por el que había venido, respirando el aire tan fresco y limpio de ese día especial. Por el camino se encontró a varios amigos suyos, amigos que se había hecho en la taberna, ya que ella no tenía mucha más vida social en la ciudad. Tras saludarlos siguió su camino de regreso sin inmutar su rostro de alegría y esperanza.
Al llegar a su apartamento, Anne empezó a limpiar, siempre lo hacía cuando no tenía otras cosas que hacer, y si no, dormía; a Anne le encantaba dormir, era uno de los placeres de la vida para ella, y si tenía un poco de tiempo, prefería dormir que perderlo haciendo cosas sin importancia. Siempre había pensado que los sueños, esos pequeños ratos de una vida irracional, deparaban más placer que su monótona existencia.
Pasaron minutos y minutos y al final Anne se cansó de limpiar, por lo que se propuso hacer la otra distracción que más le gustaba. Se acostó en la cama pensando en lo posible de ver a Galileo pasarse por la taberna otra vez esa tarde, y así de ensimismada en sus pensamientos, se quedó dormida…

“¡No!”- pensó al abrir los ojos y ver el grado de luz que entraba por su ventana.
Se había vuelto a quedar dormida. Era ya muy tarde y su turno de trabajo debería de haber empezado hacía por lo menos media hora. Se levantó corriendo y con mucha prisa, sin tener mucho cuidado con los estropicios que dejaba a su paso mientras se arreglaba un poco, lo justo, y salía disparada por la puerta de su apartamento sin pararse a pensar en el huracán de desorden que dejaba tras de sí.
Iba hecha un tornado. Cualquier persona que se hubiera cruzado con ella en esos momentos habría pensado que se trataba de un espejismo, ya que Anne no podía ir más deprisa y con más ganas de llegar a la taberna que en esos momentos.
Arrambló con lo que encontraba a su paso. Tenía frío, y el aire, que ya empezaba a ser el de una noche más, le golpeaba los ojos y hacía que estos le llorasen.
Cuando estuvo en la puerta del local, entró en él como una exhalación. Saúl no podía imaginarse que fuera ella, pero sí, allí se encontraba, había llegado, -media hora tarde-, pero había llegado, que era lo que importaba.
- Anne, Anne, Anne… -le riñó por lo bajo en medio del salón tendiéndole el delantal como tantas veces había hecho-. Te voy a perdonar… pero únicamente porque ayer me hiciste muchos recados extra, ¿está bien?
Anne asintió vehemente con la cabeza.
- De acuerdo, pero por favor, no vuelvas a llegar tan tarde. Ya te lo pido como de amigo a amiga. Una hora es demasiado. Y aquí hay demasiado lío últimamente como para que me falte una empleada, y más importante, sus dos manos de ayuda.
“¡Una hora!” pensó Anne. Se debería de haber equivocado al intentar adivinar la hora simplemente por la posición del Sol.
- Lo siento de veras Saúl, yo estaba… y luego… pero es que…- intentaba encontrar la forma de excusarse, sin hallar resultado posible.
- No importa, anda sirve a aquellos clientes que acaban de llegar –dijo quitándole importancia y señalando una mesa que estaba siendo ocupada por cuatro amigas que marujeaban mientras tomaban asiento.
- Enseguida –respondió Anne a la petición directa de Saúl.
Pasó toda la tarde sin que Galileo diera señales de vida por allí, y Anne pensó que quizá estuviese ocupado o se estuviera poniendo al corriente de los días de conferencia que se había perdido. Aún así, esa noche Anne tenía por seguro el quedarse hasta bien tarde, a la espera de él, aunque Saúl la instara a abandonar lugar e irse a descansar a su casa cada cinco o seis minutos.
- Vete a casa Anne, no seas tonta –le decía Saúl en uno de sus intentos por ayudar a Anne a dormir.
- No Saúl, sólo unos minutos más –rogaba Anne suplicante-. Si además te ayudo a fregar, que sé que te hace falta alguien que te eche una mano.
- Pero éstas no cuentan como horas extra, ¿de acuerdo? –le permitió de forma indirecta Saúl a quedarse un poco más después de meditar durante unos segundos.
A medianoche, aún quedaban unas cuantas cabezas que se podían contar en el viejo mesón. No entraba nadie, pero las personas que estaban dentro no parecía que fueran a salir muy pronto, ya que cada vez pedían más y más bebidas, y Anne les servía con mucho gusto, con el posible fin de alargar la noche hasta que a Galileo se le pasara por la mente ir a la taberna a ver si Anne estaba aún allí.
Conforme más tarde se hacía, Anne perdía más la esperanza. No era posible que se hubiera olvidado de ella. En cualquier caso le habría surgido algún inconveniente y no habría podido ir esa noche. Ella no estaba enfadada, simplemente un poco chafada porque, en su interior, había pensado que era ése el día en el que Galileo regresaría y se pasaría por allí para verla. Pero ahora sabía que no.
Con toda la esperanza perdida, se despidió de Saúl con un ademán de su mano, y éste asintió como asiente un padre cuando ha estado avisando a un hijo durante mucho tiempo y al final pasa lo que el padre había previsto. Anne se dio la vuelta y, tras recoger sus cosas del perchero de la entrada, se dispuso a salir por la puerta, cuando, con pasos muy sigilosos, un hombre entró por la puerta por delante de ella en el momento en que Anne se giraba para salir. Quedáronse mirando frente a frente, sin decir nada, pero sabiendo lo que pensaba el otro en aquel momento.
- Hola –empezó Anne con vergüenza. Había pasado tanto tiempo para ella que casi se había olvidado de lo mucho que le atraía ese hombre.
- Lo siento, de veras –dijo él abalanzándose sobre Anne y dándole un fuerte abrazo. Anne se lo devolvió, pero con el asombro escrito en la cara.
- No era mi intención, lo único es que si me quedaba, las cosas no podían ir bien, por eso me fui, pero ahora he vuelto y de veras que lo siento… -no terminó de hablar cuando Anne ya le había tapado la boca con un único y silenciador dedo, que logró callar a aquel hombre tan hablador y de tanto saber, el único dedo que lo haría en la vida de éste.
Sus miradas no estaban quietas ni un segundo. Analizaban al otro como si de un análisis médico se tratara, movimientos, cambios, vestimenta, cara, ojos… Al llegar a los ojos, ambos se detuvieron y se quedaron así durante un largo minuto, sin hablar, sólo mirándose en la pupila del otro. Poco a poco, se fueron acercando, y para cuando se dieron cuenta, estaban casi tocándose la punta de las narices. Al segundo, ya estaban unidos por los labios de ambos, en un beso dulce y armonioso, que hablaba por sí sólo, que lo decía todo, y todo quedaba dicho…

Salieron del bar agarrados de la mano, sin separase ni un momento, como si sus minutos estuviesen contados, charlando como si se conocieran de años y años, cuando en realidad sólo se habían visto una vez, pero una vez en la que ambos sintieron que la gravedad que pasaba a hacer efecto en esos momentos no era la de la Tierra, sino la del otro, una gravedad cien veces superior, que les hacía necesitar al otro como si sus vidas dependiesen de ello.
Se dirigieron hacia la plaza, ya era tarde, más de medianoche, pero aún se oían ruidos en las calles, de adolescentes que seguían sus juergas sin importarles la hora que fuera.
Había luna casi llena y el cielo estaba despejado, con lo que era una noche sin estrellas pero muy luminosa, muy especial para Anne. Se sentía como flotando, como andando por las nubes. Ya nada la preocupaba en esos momentos. Estaba con quien quería estar y donde quería estar.
Estaban llegando a la plaza y seguían hablando. Galileo se había disculpado innumerables veces de no haber estado en la ciudad y de haber faltado aquel día que le prometió que volvería y le daría un paseo por Pisa, pero Anne sólo le respondía con frases como: “No pasa nada”, o, “Ahora estás aquí, lo demás da igual”.
Se sentaron en un banco, no hacía frío, y cuando se cansaron de discutir sobre quién debía ser perdonado y quién no, un enorme silencio invadió el ambiente, peor no un silencio incómodo. Unas débiles sonrisas se asomaron por los labios de ambos, y se volvieron a quedar embobados mirando en las pupilas del otro, encontrando lo que sentían sin necesidad de mucha exploración, ya que lo único que necesitaban en ese momento, era su recíproca presencia.
Casi sin darse cuenta, de nuevo acabaron unidos por los labios, sin capacidad de razonamiento, pero esta vez, el beso duró más tiempo. Fue apasionado y espontáneo, ya que ninguno de los dos quería separarse.
Cuando se quedaron casi sin aliento, se separaron entre jadeos, pero sonriendo y felices.
- Creo que te quiero –por fin logró vocalizar Anne cuando hubo recuperado un ritmo de respiración normal.
- Y yo a ti –respondió Galileo.
- Pues todos felices –continuó él justo antes de volver a sentir cómo Anne tiraba de él y lo aprisionaba entre sus brazos.
Al poco tiempo, el helor de la madrugada empezó a hacer efecto en ambos, aunque se encontraran cerca el uno del otro, el frío empezó a hacerles mella, y ya no quedaba nadie en la plaza aparte de ellos.
- Deberíamos irnos… -sugirió Anne mientras luchaba por respirar y hablar a la vez.
- Si, quizá… -respondió él de la misma forma.
- ¿Mañana nos veremos? –preguntó ella poniéndose seria de pronto.
- Por supuesto Anne, nunca más te dejaré aquí, nunca más me iré. Mañana nos volveremos a ver, te lo prometo.
- ¿A la medianoche en la taberna de Saúl? –preguntó Anne con los ojos brillantes. Le daba pena dejarlo, pero ya era muy tarde y debía dormir si quería que hubiese un mañana en la que no tuviese que estar en la cama todo el día.
- A la medianoche allí –confirmó él levantándose y ayudando a Anne a levantarse también.
Empezaron a andar cada uno hacia la salida de la plaza que más cerca quedaba de sus respectivas casas. Los dos se seguían viendo de reojo y no podían evitar echar ojeadas al otro a ver si ya había terminada de cruzar la plaza.
Cuando llegaron a la entrada de cada una de las calles, ambos se pararon en seco al mismo tiempo, y ambos se giraron hacia el otro al mismo tiempo, y ambos empezaron a correr al mismo tiempo, carrera que terminó con un profundo beso que ambos disfrutaron enormemente, bebiendo del otro.
- Vente a mi casa –dijo Galileo cuando terminó aquel beso tan especial.
Anne no sabía que pensar, pero incluso así, aceptó con un fuerte y decidido movimiento de cabeza.
No tardaron mucho en llegar, iban casi corriendo y no es que tuvieran prisa, sino que el camino se les hizo muy corto por la felicidad tan honda que les invadía a los dos. Cuando llegaron, vacilaron un poco en el portal de la casa, pero sus dudas se vieron fuera de contexto cuando un fuerte beso decidió por ellos y ya nada más les importó.
No se les volvió a ver por la calle hasta el día siguiente, cuando los dos se separaron para seguir sus vidas de nuevo, pero con una diferencia, aquel vacío que habían sentido durante sus vidas se encontraba lleno a rebosar por una presencia y una seguridad, una seguridad que Anne sentía cuando salía del trabajo por las noche y sabía que él estaría allí, esperándola, como todas las noches. Y así vivieron durante días, semanas, incluso meses, no había día en que no se vieran… hasta que todo se acabó…
Galileo había cambiado mucho, y se había interesado cada vez más por las matemáticas. En su mente fraguaba el plan de hablar con su padre para poder estudiar matemáticas en vez de medicina. Cada vez se alejaba más de Anne y ésta no lo soportaba, por lo que a veces incluso le decía de no verse para ver si conseguía olvidarse de él, como parecía estar haciendo Galileo, pero lo único que conseguía era que cuando lo volvía a ver, se volvía a sentir completamente perdida ante él.
Se encontraban en la calle principal que salía de Pisa, él se estaba metiendo en un carro y ya habían discutido todo lo discutible sobre su partida. Cuando ya estaba dentro, se giró y siguieron hablando, bueno, más bien, discutiendo:
- Pero, ¿de verdad que tienes que hacerlo? –murmulló Anne muy seria.
- Ya lo hemos hablando, Anne, tengo que ir a hablar con mi padre, necesito que me deje estudiar matemáticas, porque él está obsesionado con la medicina, pero con ayuda de Ricci, conseguiré que me de su autorización.
- Pero no puedes dejarme aquí, no puedes… -dijo Anne muy apenada, pues intuía que si él se iba, no lo volvería a ver.
- Pero Anne, debo hacerlo, necesito ver más cosas y seguir estudiando, tienes que entenderlo, no puedo…
- Está bien, está bien, ve… pero si te vas… no te molestes en volver a entrar en la vieja taberna, pues no querré volver a verte si tan poco te cuesta irte de aquí.
- No digas eso Anne, por favor, de verdad que necesito ir, tengo que hacerlo, eso que dices es una tontería…
- Será una tontería, pero yo no quiero seguir con un hombre que no tiene tiempo y que poco a poco siento que lo pierdo porque él no para de estudiar y no parece querer estar conmigo. En serio Galileo, creo que esto es el fin, no podemos seguir… vete… -Anne estaba a punto de llorar, pero contenía las lágrimas y mantenía la seriedad a pesar de que estaba diciendo las palabras que peor le sentaban en esos momentos.
-Eres tan cabezota… pero si estás tan convencida, está bien, no volveré por la taberna –dijo él convencido y conteniendo de igual forma que ella las lágrimas-. ¡Arranca! –gritó al cochero para que se pusiera en marcha.
El coche empezó a moverse y él se introdujo dentro del carro. Una amarga lágrima corrió por su mejilla, una lágrima que recordaría siempre.
Anne no se molestó en despedirse con la mano, simplemente, se quedó allí, parada, mirando como se alejaba el carro, y, cuando éste ya hubo tomado la primera curva, a Anne le cayeron dos grandes lágrimas que no secaría hasta llegar a su casa, y tumbarse a… dormir…













4: El final.

“Y pensar que después hizo tantas cosas importantes” –pensó Anne, que estaba aún tumbada en su cama. El sol ya entraba bastante por su ventana y hacía que Anne entrara en un embotamiento tal, que ya no sabía donde se encontraba, si en su cómoda cama, o en la vieja habitación en la que había vivido tiempos tan felices, a la par que desdichados.






Efectivamente, no volvió a ver a Galileo, por lo que su vida siguió su curso, con los cambios que éste había aportado, pues el interés que demostró Anne por las ciencias de matemáticas y astronomía después, sólo se debían a sus influencias y a las largas conversaciones que tenía con él.
Estudió tanto, que, al final, consiguió un puesto en la universidad de Pisa, gracias, también, a la ayuda de uno de los amigos de Saúl que allí trabajaba.
Le echaba de menos, pero se convencía a sí misma de que no podía quedarse estancada en él, por lo que siguió viviendo, sin verlo, sin oírlo, sin sentirlo, pero sabiendo en cada segundo los logros que iba consiguiendo.
Pasó el tiempo sin que se vieran, mucho tiempo, tanto, que un día en un periódico, Anne vio anunciada una boda entre un tal Galileo Galilei y una tal Marina Gamba. Ese día, Anne consiguió olvidarse de él y convencerse en rehacer su vida. También dejó sus estudios, y, en contra de Saúl, que quería lo mejor para ella, volvió a trabajar en la taberna y a vivir de su pequeño sueldo como camarera…






“Y ya todo volvió a ser exactamente como antes” –pensó Anne mientras un frío repentino la asaltaba. “Bueno, luego conocí a Carlos, y formamos nuestra familia y todo lo que eso conllevaba, pero ahora él está muerto, y tú también… bueno espero que nunca te olvidases de mí, Galileo… yo nunca lo hice…”
Cayó dormida en un sueño profundo e intenso del que no creía que volviera a despertar.

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