domingo, 15 de julio de 2012

Capítulo III (libro)

CAPITULO III. RESPUESTAS

Estaba desesperado. Llevaba una hora y media esperando en la puerta de la habitación a la que me habían indicado que fuese, y por allí no habían pasado más que un par de ratones pequeños y un montón de polvo arrastrado por la brisa que había en el corredor.
Me había levantado bien, sin muchos problemas ni dolores y con unas ganas infinitas de preguntar y preguntar sin parar. Nada más despertarme, como si lo hubiera sentido, Odcnil apareció por la puerta y me dijo, con su característica voz grave, que cuando me viera listo para andar me dirigiera a la 5ª puerta del lado derecho del pasillo.
Y allí estaba yo, esperando de pie delante de una puerta blanca como la nieve sin que a nada ni a nadie se le antojara decirme que demonios hacía yo en aquel lugar.
De pronto oí una voz que se acercaba por el pasillo e identifiqué la dulce voz de Ridora.
  - ¡Oh! Ya estás aquí. Odcnil acabará de llegar- dijo llegando a mi lado.
  - ¿Cómo que acabará de llegar? Por aquí no ha pasado nadie en las 2 horas que llevo esperando - le reproché sin ganas
  - Tú pasa y calla - dijo convencida.
Abrí la puerta y al otro lado distinguí una habitación de forma circular en la que había un escritorio con muchos papeles encima. Detrás del escritorio se encontraba Odcnil, con expresión fría y con lo que parecía unas brumas de niebla indefinida a su alrededor, que se fueron disipando en el tiempo en el que yo tardaba en acercarme a la mesa acompañado de Ridora.
El venerable estaba muy ocupado revisando los papeles de su mesa y casi ni se dio cuenta de que entrábamos en la sala.
  - Ejem… ¿Señor?- susurró Ridora acercándose al venerable.
Éste levantó la cabeza de su trabajo y centró su atención en nosotros.
  - Hola Ridora. Hola chico, ¿cómo te encuentras? ¿Has podido andar hasta aquí tú solo?- Me preguntó.
  - Por supuesto- le respondí casi de inmediato.
  - Ridora, ¿puedes traer dos sillas para el chico y para ti? Gracias- ordenó indirectamente-. Tenemos muchas cosas de las que hablar.
“Y tanto”, pensé mientras repasaba mi oleada de preguntas que esperaba se respondieran en esa sala. ¿Cómo había llegado allí? ¿Qué había pasado en Norpher después de nuestra escapada? ¿Qué haríamos ahora? Y muchas más con respecto a la guerra y a Matt.
Ridora llegó con dos sillas y lo dos nos sentamos enfrente de Odcnil.
  - Bueno chico, para empezar, ¿cómo decías que te llamabas?
“Madre mía, pues empezábamos bien el canoso y yo”. Pensé.
  - Eric.
  - Bien Eric, estamos aquí para responder tus preguntas e informarte de lo que va a pasar a partir de ahora
  - Pues…
  - Primero te informaré de la situación actual en la que nos encontramos - me cortó de manera escabrosa, no parecía dispuesto a escuchar preguntas, sino más bien a informar de lo que considerara oportuno.
  - Está bien.- le respondí con desgana.
Ridora se encontraba al lado mío, atenta a lo que iba a decir su maestro, preparada para completar las explicaciones de éste.
  - Como ya te habrás enterado, estamos en guerra, los soldados de los pueblos del norte, los que apoyan al señor de la Oscura Luz, se han movilizado y hablan del despertar de los antiguos caballeros negros.
  - ¿Caballeros negros?...- pregunté
  - ¡Pss!, calla y escucha – me cortó Ridora con voz suave pero que no permitía reproche.
  - Cuenta la leyenda que sólo tres personas habitantes del mundo a un tiempo determinado pueden ser convertidas o “usadas” como caballeros negro, y ha llegado a nuestros oídos que uno de estos caballeros ya lleva un tiempo sirviendo al señor de la Oscura Luz.
  - El dragón… - susurré intentando atar cabos.
  - Exacto, el jinete del dragón que atacó Norpher no era más que el primero de los tres caballeros oscuros. No tenemos muy claro cuál es el fin del señor de la Oscura Luz, pero lo que sí sabemos es que los caballeros oscuros trabajan por y para él, y harán cualquier cosa que él les pida.
  - Lo más importante y que no debes olvidar, Eric, - intervino la aterciopelada voz de Ridora-. Es que los caballeros no tienen piedad, no dudan de su cometido y ni siquiera se plantean si lo que hacen está bien o mal, ellos acatan órdenes y ejecutan planes.
  - Y aquí es donde entras tu, Eric – expresó el anciano.
  - ¿Yo? – pregunté sin tener ni idea de por dónde podían ir los tiros.
  - La situación es desesperada, el día de la Elección, mientras yo me encontraba en Norpher, atacaron éste refugio y desaparecieron los demás venerables, no sabemos si están muertos o los han capturado con algún fín, pero sabemos que no podemos quedarnos de brazos cruzados.
  - Sigo sin entender qué tiene esto que ver conmigo… yo… - expuse sin mucha convicción.
  - Te entrenaremos y adiestraremos para que aprendas lo más rápido posible, necesitamos tu ayuda. En estos momentos, todo el continente se prepara para una guerra contra algo que ni siquiera se sabe qué puede ser, y los únicos capaces de detener a los caballeros oscuros son aquellos que han sido instruidos en la magia – Odcnil parecía deseperado por que yo entendiera algo que me era tan imposible de comprender, como que la magia iba a ser mi instrucción. Nunca se hablaba de magia en pueblos como el mío, pues se sabía que era reservada para aquellos privilegiados elegidos por los venerables, y su uso se reducía a conflictos bélicos.
  - ¿Qué significa que me entrenareis? ¿Y qué hay de Norpher? ¡Yo quiero volver para ver cómo está todo, fue un ataque terrible! – repliqué intentando no pensar en Matt.
  - Eric… - comenzó a hablar Ridora-. Norpher ya no es lo que te imaginas… todo está… frío.
  - ¿Frio?, ¿qué quieres decir con frio? – mi voz iba alzándose y mi cara empezaba a ponerse roja de furia, nervios y frustración.
  - Basta – concluyó Odcnil-. Eso lo verás cuando estés preparado, de momento tenemos que centrarnos en tu entrenamiento…
  - ¡No! – casi grité con voz temblorosa -. ¡Tengo que ver cómo ha quedado todo, tengo que saber lo que ha pasado, tengo que saber dónde está Matt!
 - Si te refieres al chico que llevaba el dragón entre sus garras, puedes pensar lo que quieras, pero quizá fuese simplemente su aperitivo del día.
Ahora sí, ahora sí me había callado el maldito anciano. Se había excedido, yo lo sabía, él lo sabía, Ridora lo sabía.
Mi cara pasó del rojo de ira al blanco en una fracción de segundo, no podía concebir esa idea, no podía… Bajé la cabeza y noté cómo una lágrima bajaba serpenteante por mi mejilla derecha.
Tras diez segundos de silencio sepulcral, Odcnil se volvió a pronunciar:
  - Si no eres capaz de mantener tus sentimientos bajo control, todo se volverá contra ti, tenlo siempre en cuenta. Ridora, en tres horas acompaña al chico a la sala de los orbes, todo ha de empezar ya – Fueron sus últimas palabras antes de que desapareciera como lo había hecho en Norpher, entre una nebulosa coloreada que parecía tragarse a sí misma.
Yo me quedé con la cabeza abajo, intentando no pensar, pero haciéndolo sin más remedio, en silencio, y esperando que Ridora no viera caer las lágrimas por mi barbilla.
  - Puedes volver a la habitación donde estuviste antes cuando quieras – empezó a hablar Ridora-. En tres horas pasaré a buscarte.
Se levantó y comenzó a andar hacia la puerta de la habitación, pero antes de salir se giró y, dirigiendo su rostro hacia mí dijo:
  - Y perdona a Odcnil, sus métodos no son muy acertados a veces, pero comprobarás que a largo plazo sus enseñanzas te ayudarán a mantenerte con vida. No te preocupes por tu amigo, seguro que está bien. Y por cierto, increíble recuperación la tuya ante un transporte ajeno como el de traerte desde Norpher hasta aquí, debes de ser potencialmente bueno.
Dicho esto, se giró y salió por la puerta. Agradecí infinitamente esas palabras de apoyo. Necesitaba creer en algo, en alguien, no podía pensar que mi vida había desaparecido en una sola noche, tenía que tener esperanza en que Matt seguiría ahí…
Tras pasar cinco minutos ahí, sentado mirando al vacio del escritorio de Odcnil, recobrándome, me levanté y me dispuse a salir de aquel cuarto.
Antes de salir, algo llamó mi atención. Una raja en la inmaculada pared blanca fue capaz de detener mi marcha. No fue este hecho el único que me hizo parar, sino más bien el hilillo de agua que salía por la grieta de la pared y empezaba a cubrir el suelo poco a poco. ¿Nadie se habría dado cuenta de aquello? Una gotera como esa no pasa desapercibida a nadie.
Me arrodillé cerca de la grieta para intentar ver de dónde provenía el problema, pero cuán fue mi sorpresa cuando, al acercar mi mano al riachuelo que caía cada vez más fuerte, éste dejó de fluir. Me miré las manos, no había nada raro en ellas, estaban como siempre, pequeñas pero firmes, morenas del Sol y con alguna que otra uña partida. Simplemente debía de haber sido una coincidencia, esas cosas pasan. Me encogí mentalmente de hombros y volví cabizbajo a la habitación donde había dormido. Tenía muchos pensamientos que ordenar, y toda aquella situación seguía pareciéndome un sueño. Me recosté en la cama y seguí dándoles vueltas a preguntas que no podían tener respuesta en la situación en la que me encontraba. Me gustase o no, en ese momento dependía de ese borde anciano.



Capítulo II (libro)

CAPITULO II. FIEBRE

Me desperté mareado, como si hubiera viajado en barco de norte a sur del continente. Intenté abrir los ojos pero los párpados no me respondían. No tenía ni idea de dónde estaba ni de qué es lo que hacía allí, pero poco a poco mi mente empezó a serenarse y comencé a recordar lo sucedido…
Estaba tirado en el suelo, agotado y apaleado por miles de piernas que trataban de huir, se acercaba el dragón, con Matt entre las zarpas, y un jinete montado a su grupa, lanzando hechizos sin cesar a cualquier persona que se le pusiera por medio. Me encontraba inútil, no podía hacer nada, sino esperar la muerte, una muerta lenta y dolorosa a manos de un dragón… De repente, un hombre mayor me alargó su brazo. No sabía cómo ni de de dónde había salido, pero agarré su mano con todas mis fuerzas y, a partir de ahí, ya no podía recordar nada.
Matt… qué habría sido de él. Tantos años juntos y ahora en un suspiro me arrebataban a mi mejor amigo. Sin duda lo habrían matado o algo que no podía ni imaginar. Nos habíamos criado prácticamente juntos y habíamos compartido casi todo en nuestra vida, los campos, las amistades, nuestros sitios preferidos…

Unas lágrimas agrias recorrieron mis mejillas. Abrí los ojos, que ya me respondían, y observé la habitación en la que me encontraba. Se trataba de una habitación pequeña y de forma cuadrada. Parecía construida exclusivamente para dormir, circunstancia que indicaba la ausencia casi total de muebles. En una esquina había una silla de madera, vacía. Me encontraba sólo y la idea de salir de la calidez de la cama en la que me encontraba se me antojaba alocada. Aún así, obligué a los músculos de mi cuerpo a ponerse en funcionamiento y pronto estuve de pie, aún mareado.
Comencé a andar hacia la única puerta de madera tosca y rajada de la estancia. Al llegar a ésta, la abrí con dificultad y me asomé por el espacio abierto. No había más que un pasillo enorme de paredes de piedra blanca con infinitas puertas a su alrededor.
Al no saber qué hacer y encontrarme totalmente desorientado, opté por encaminarme hacia la puerta más cercana. Caminando sentí que el mareo se acrecentaba y que me tenía que sentar para no caer al suelo. Giré el pomo de la nueva puerta y la empujé sin mucha fuerza. Se abrió lo suficiente como para darme cuenta de que nada había en aquella habitación salvo una cama como en la que me había encontrado a mí mismo tumbado, pero esta cama tenía pinta de no haber sido utilizada desde hacía años.
Ya no pude más, cerré la puerta y me senté apoyando la cabeza contra la pared de ese pasillo interminable.
Mi mente no estaba en el lugar que le correspondía y poco a poco me fui dando cuenta de que estaba perdiendo la consciencia.                                                           
                                              ---

  -No podemos hacerlo ya, es demasiado joven.
  -Yo le enseñaré todo lo que haga falta, pero es imprescindible que lo hagamos cuanto antes. Tiene que estar preparado para lo que se le avecina.
  -Pero…
  -Nada de peros, esperaremos a que se recupere y empezaremos a entrenarlo lo mejor que podamos de inmediato.
Unos pasos se alejaron hacia lo que me pareció era la puerta y su sonido se perdió en la distancia.
Abrí los ojos, me dolían, pero no pensaba caer otra vez en el sueño que hasta entonces había tenido, un sueño desagradable, áspero y denso. Al hacerlo vi una figura a mi lado, sentada en la silla que antes se encontraba en la esquina de la habitación.
  -Buenos días, o bueno, noches -dijo la figura con voz grave.
Al fijarme y enfocar con mis doloridos ojos observé que se trataba de Odcnil, el venerable que me había tendido la mano en aquella calle que se me antojaba tan lejana.
  -Intenta incorporarte -me dijo con convencimiento.
Lo intenté, pero las piernas no me respondían. Poco a poco noté como la sangre fluía por mis venas y logré alzarme de forma que quedé sentado en la cama.
  -Bien, no parece que tengas lesiones graves, después del paseo que te distes fuera de la habitación y de tu siesta.
En la estancia hacía calor y yo me encontraba empapado de sudor. No sabía qué hacer y un montón de preguntas se agolparon en mi cabeza.
  -¿Dónde estoy?¿Cómo he llegado hasta aquí? Me habían elegido y… -callé de inmediato al rememorar lo sucedido.
  -Tranquilo, tranquilo -el venerable me puso una mano sobre la cabeza y me miró a los ojos-, no te preocupes, en cuanto te recuperes y puedas andar te lo explicaremos todo.
  -¿Explicaremos? ¿Quién más hay aquí? ¡Quiero respuestas ya! -casi grité desesperado.
  -Bueno, bueno, está bien. Te encuentras en una de las fortalezas…  bueno, más bien refugios, en los que habitan los venerables. Por desgracia, casi todos han muerto y aquí sólo estamos tú, yo y mi ayudante de magia -pronunció la palabra muertos como si de una palabra vulgar se tratase-, no tienes nada que temer aquí de la guerra, ya que estamos completamente protegidos… de momento.
  -Pero, ¿qué pasó? Yo estaba en Norpher y ahora…
  -Esas preguntas tendrán que esperar su momento para ser respondidas. Tengo que irme, pero mandaré a mi ayudante para que te asista, mañana estarás totalmente recuperado.
  -Pero…
  -Hasta luego, muchacho –dijo alcanzando la puerta de dos zancadas.
Salió por la puerta y allí me quedé, con un sinfín de preguntas que ansiaban ser respondidas.
Pasaron unas dos horas antes de que supiese nada de otra persona en aquel extraño lugar en el que me encontraba. Sentía frío y calor de forma aleatoria, me encontraba realmente mal. Oí unos pasos que se acercaban por el pasillo. De repente, por la puerta se asomó una mujer vestida con túnica blanca, que portaba en un cuenco gasas frescas, con el fin de aliviar mi fiebre.
Era una mujer tímida, tenía el pelo castaño y los bucles de su cabello caían por sus hombros hasta la altura de la cadera. Andaba de forma muy fina y se acercó a mí como con miedo, pero segura de las instrucciones que le habían dado.
Llegó al lado mía y nuestros ojos se cruzaron un instante. Los suyos eran del color de la miel y reflejaban una vida de pobreza, de auténtica sensatez hacia lo desconocido y  una inseguridad digna de una superviviente.
  -Hola –esa fue la palabra más estúpida que me pareció haber dicho en mi vida.
  -Hola, el maestro dice que debes descansar, pero que ya no tardarás en recuperarte, y que cuando lo hagas empezareis el entrenamiento –dijo con una voz que se me antojó especialmente dulce.
Mis pensamientos volvieron a la realidad.
  -¿El entrenamiento? -pregunté intentando salir de mi sopor.
  -Si, claro. Quiere que empecéis cuanto antes para que puedas servirle dentro de no mucho. Empezareis por la Otorgación y luego pasarás al entrenamiento de los “elementos” -parecía resuelta, sin miedo a hablar.
  -¿Cómo…? ¿Qué…? ¿De qué estás hablando? -le pregunté confundido. En Norpher lo único que nos decían de los venerables y de la magia era que acudían al pueblo una vez al año, elegían a sus sirvientes y que luego iban a sus refugios mediante un extraño mecanismo que utilizaban para transportarse, y que allí instruían a sus elegidos en el uso de la magia.
  -Uy... Me temo que tenemos mucho trabajo por delante. Pero tranquilo, yo también empecé así. Hasta mañana.
Se dio la vuelta, dejo las gasas en la cama, a mi lado, y empezó a andar con zancadas enérgicas hacia la puerta.
  -¡Espera! -le imprequé antes de que llegara a la puerta, pero ella no se volvió-. ¿Cómo te llamas?
  - Ridora -contestó ya lejos de mi puerta con una voz casi inaudible.
No tardé mucho en dormirme. Los sueños que me asaltaron aquella noche nada tenían que ver con mi delicada situación en aquel lugar. El nombre de Ridora iba y venía por mi mente como un péndulo y, entonces, me sentí como nunca me había sentido antes, sabía que estaba seguro y el rostro de aquella chica me hizo dormir en el más profundo y precioso sueño que hasta entonces en toda mi vida había tenido.
Por primera vez sentí que en aquel lugar me sentía seguro.

Capítulo I (libro)

CAPITULO I. RING
¡Ring, ring!
Me desperté, y como siempre, desee no haberlo hecho. Lo primero que hice fue apagar el maldito artilugio que me regaló mi madre. ¿Para qué querrá la gente despertarse con algo tan ruidoso? Pero me quedé en la cama, como todos los sábados, remoloneando. Parecía un día nublado. Se había terminado el invierno y los ríos bajaban llenos de agua por las laderas de las montañas.
Oí a mi madre, me estaba llamando, pero no me apetecía levantarme.
  -¡Eric, hay tortitas para desayunar! -gritó ella desde abajo.
Me levanté rápidamente, me puse mis zapatillas y bajé corriendo las escaleras. Al llegar abajo, a la cocina, vi que encima de la mesa había tostadas y un vaso de leche lleno y otro vacío.
  -¿Dónde están las tortitas? -pregunté frotándome los ojos.
  -¿Qué tortitas? No, si era para que salieses de la cama, que vais a llegar tarde, además Matt ya lleva esperando un rato a que te despiertes, y se ha tomado un vaso de leche. Está en el salón.
  -¿Tarde? ¿Matt, aquí? ¿A dónde vamos a llegar tarde?
  -Pues a la Elección por supuesto, pero qué despistado eres.
Matt llegó a la cocina desde la puerta del salón, sonriendo. Era un chico alto, moreno, de ojos verdes oliva y musculoso, debido a los trabajos de campo que llevábamos a cabo juntos para sobrevivir allí, en la montaña.
  -¡Buenos días dormilón! -me dijo.
  -¡Hola Matt! Si te esperas un momento, subo, me cambio y ya salimos.
  -¿Cómo que ya salís?, pero si ni siquiera has desayunado -intervino mi madre.
  -Da igual mamá, volveremos enseguida, si nunca nos eligen. Esos viejos, “venerables”… -gruñí aún adormilado.
  -No los llames así, además, hoy puede ser especial, ¿no? -dijo mi madre mientras se dirigía a la sala de estar.
Matt y yo nos miramos, sabiendo que no nos cogerían, ya habían pasado tres años en los que habíamos asistido a la Elección, y ninguno nos habían elegido. Ya no teníamos esperanza, pero siempre nos quedaba en el cuerpo esa sensación de “y si esta vez…”, aunque rápidamente acallábamos esa vocecilla y nos centrábamos en el presente, en lo que siempre habíamos hecho, en sobrevivir y poco más.
  -Bueno, voy saliendo, te espero fuera, y no tardes -me inquirió Matt andando hacia la puerta.
  -Vale, vale -le respondí sin mucho ánimo.
Subí las escaleras y, mientras me cambiaba, fantaseé en cómo sería mi vida si a uno de los venerables se le ocurriese escogerme, o cogernos a los dos. Nos pasaríamos la vida con él en algún lugar paradisíaco del mundo, aprendiendo de todos sus conocimientos sobre magia y luego, cuando fuésemos mayores, serviríamos de venerables o formaríamos parte del ejército de vuelo, junto a otros muchos, y defenderíamos el continente con todas nuestras fuerzas… Bueno, sería genial visto así, pero nunca nos iban a coger.

Ya estaba vestido y bajé las escaleras. Entré en el salón y ví a mi madre leyendo en un sillón. El salón era principalmente de madera, como el resto de la casa, y tenía unas ventanas que daban a las montañas. Tenía también dos sillones de piel y al otro lado una chimenea. De  las paredes colgaban algunas de las cabezas de ciervos y jabalíes que cazaba mi padre hacía unos años, antes de que saliera de viaje y nunca lo volviéramos a ver.
Siempre habíamos sido una familia muy normal, teníamos una serie de tierras que cultivábamos para subsistir, y nos relacionábamos bien con todos nuestros vecinos. Mi padre siempre decía “cuanto más tienes, más necesitas, Eric, no lo olvides nunca”, y un día en que salió a cazar con el grupo de los adultos, desapareció sin dejar rastro. Todos dijeron que simplemente “no lo vieron desaparecer”, pues ese día de caza se hizo de noche y, al volver a la aldea, se dieron cuenta de que faltaba él… Desde entonces, hemos sido mi madre y yo los que nos hemos dedicado a vivir, con la ayuda de todos los aldeanos y, por supuesto, gracias a Matt, que siempre estuvo ahí para apoyarme.
  -Adiós mamá, enseguida volvemos -le dije a mi madre acercándome y dándole un beso. Ella me miró de reojo, hizo un gruñido de asentimiento y siguió enfrascada en su lectura.
Salí a la calle, donde me esperaba Matt sin signos de desesperación, qué paciencia que tenía. Fuimos en dirección a la plaza del pueblo, como todos los años por estas fechas. Mientras, hablábamos sin parar y pensábamos sobre lo increíble que sería que nos escogieran aquel año.
Anduvimos por un montón de calles que nos conocíamos de memoria, ya que habíamos nacido y vivido siempre allí, en Norpher.
Norpher era un pueblo perdido entre las montañas, con casas bajitas, viejas y de madera. Tenía un sinfín de calles desordenadas que se disponían entorno a la plaza  central del pueblo, donde estaba la casa del alcalde, la carnicería, otros edificios comerciales y, en fechas de la Elección, una especie de escenario de madera en el que se “aparecerían” los venerables y escogerían a sus elegidos, uno o dos por cada viejo cascarrabias.
La cantidad de gente que andaba por las calles iba aumentando.
  -¡Uff!, va a estar lleno de gente, que desesperación -suspiró Matt que, al igual que yo, odiaba entrar en grandes aglomeraciones de gente.
Llegamos a la plaza y, efectivamente, estaba a rebosar. Nos intentamos meter entre el tumulto para encontrar un buen sitio, pero necesitamos de tres intentos para conseguirlo. Al final nos pudimos instalar en un sitio cercano al escenario, que estaba iluminado por unos espejos que reflejaban la luz de unos farolillos, ya que el día no era especialmente soleado. Estaba todo lleno de gente, pero podíamos ver perfectamente el escenario y al alcalde, que estaba subiendo las escalerillas para dar su habitual discurso previo a la Elección y presentar a los venerables.
  -¡Buenos días a todos! -dijo entusiasmado-. Ha llegado el día anual de la ya conocida Elección y espero que estéis preparados para conocer personalmente, unos más que otros, a nuestros tres venerables de este año. Ha sido un año difícil, pero quiero desear fervientemente a aquellos que sean elegidos, que aprovechen la oportunidad que se les brinda y sepan afrontar las circunstancias que se les presenten en el futuro siguiendo su aprendizaje con los venerables, pues son la mayor fuente de sabiduría que conocemos hasta ahora y dominan artes que a nosotros se nos escapan. Pensad que ser elegido no es algo que deba ser tomado a la ligera…
“Bla, lo de siempre” -pensé, y juraría que por la cabeza de Matt iban pensamientos en la misma línea que los míos.
Un grupo de niños, dos o tres años menores que nosotros empezó a gritar y a aplaudir en cuanto el alcalde terminó su discurso, uniéndose a toda la plaza, que se deshacía en vítores.
El alcalde se echó unos pasos hacia atrás para dar paso al primer venerable.
  -¡En primer lugar, tenemos al venerable Thungus!
Con un ¡PUFF!, una niebla intensa cubrió una pequeña parte del escenario y un hombre mayor de larga barba blanca y medio calvo salió de entre la niebla disipándola con su larga túnica verde. Los chicos de atrás chillaron y aplaudieron con ganas.
   -Buenos días a todos  -dijo Thungus con una voz seria y grave-. Como bien sabéis, hoy seréis testigos de la elección de algunos de vosotros para servir al imperio en un futuro. Yo me dispongo a elegir a dos personas para venirse conmigo. En primer lugar, Fenish Corel. -Un aplauso general sacudió la plaza  y un chico de unos 11 años, situado en primera fila y, deshaciéndose de los brazos de su madre que lo rodeaban, subió al escenario-. Y en segundo lugar, Gunglaus Marks. -Otro aplauso general y un chico de los de atrás alcanzó el escenario apoyado por los aplausos de sus familiares y amigos.
  -Por mí es todo -dijo el venerable, y con otro ¡PUFF! desapareció del escenario dejando a los dos chicos solos que, avergonzados, se apartaron a un lado esperando que todo acabase para ir a sus casas a coger sus cosas y esperar a que el venerable fuese a buscarlos.
  -¡Breve pero intenso! -sentenció el alcalde-. Y en segundo lugar, ¡aquí está Glodias!
Un rayo partió el cielo y cayó junto al alcalde, pero al ver que no salía despedido hacia atrás, éste se quedó desconcertado al comprobar que se trata del segundo venerable, que había aparecido junto a él en el brillantísimo destello del rayo. Llevaba una túnica roja y tenía aún unos pocos pelos en su cabeza, hecho reseñable dada su apariencia de avanzada edad.
Matt y yo nos miramos. Sabíamos de años anteriores que éste era el venerable más simpático y con el que mejor trato se podía llegar tener, y cruzamos los dedos aún con toda la esperanza perdida. Fue como  un reflejo para desearnos suerte el uno al otro.
  -¡Buenos días a todos, pueblo de Norpher! Hoy es un gran día para el Imperio, y sólo estar aquí me llena de orgullo. Aún así, he de confesaros que sólo elegiré a uno de vosotros. Su nombre es… -calló para dar suspense a la situación-. ¡Amelly Juckman! -Otra de los chicos de detrás subió al escenario y todos sus amigos gritaron y silbaron por ella-. Y eso es todo, un placer. -Y un nuevo rayo se precipitó del cielo y se lo llevó sin hacer el más mínimo ruido.
Matt alzó la voz por encima de todo el griterío.
  -Me parece que aunque me cojan ya no me gustaría mucho.
Yo sabía perfectamente a lo que se refería. El siguiente venerable era el que caía peor a todo el mundo. Era antipático y egoísta y muchos de los jóvenes a los que había enseñado habían vuelto a sus casas delgaduchos y con ojos que parecían estar presenciando el cataclismo más absoluto.
El alcalde continuó con su charla haciendo un gesto con la mano para acallar al gentío.
  -Ahora vamos a dar paso al último de los venerables que nos acompañará hoy. ¡Él es Odcnil!
De repente apareció de la nada una nebulosa que hacía que los colores del fondo del escenario se confundieran y aparecieran una masa de nubes grises donde iban apareciendo colores que antes no estaban. La confusa masa de colores se fue disipando y apareció encima del escenario un hombre mayor, canoso y con una túnica de color violeta en la que todavía quedaban algunos resquicios de niebla multicolor de su aparición.
  -Buenos días -empezó con voz cortante y muy seria-. Todos esperáis ser elegidos por alguno de nosotros pero lo que no sabéis es que el camino que se os abre al ser elegidos no es precisamente un camino de rosas, sino que tendréis que luchar y convertiros en hombres y mujeres dignos de servir algún día por este mundo. -Todos callamos muy sorprendidos por el repentino e inesperado discurso de Odcnil. No es que fuese inesperado del todo pero, normalmente, este venerable se limitaba a decir el nombre de sus elegidos y largarse a toda prisa-. También me gustaría que supieseis que actualmente estamos en guerra. Si, nadie os lo ha avisado pero debéis saberlo. Los demás venerables no estaban de acuerdo en decirlo, pensando en que este es un pueblo perdido entre las montañas y que aquí no llegaría la guerra. Pero mi criterio es otro, por lo que ahora mismo elegiré al desafortunado que tendrá que seguirme y al que dentro de cuatro horas pasaré a recoger por su casa, tal como lo harán los demás venerables.
Miré a Matt y vi que no tenía ninguna intención en que le cogiera este venerable, en cambio yo aún albergaba alguna esperanza al respecto.
  -Eric Nugsber -pronunció el venerable con voz grave.
¡No me lo podía creer! Miré hacia el escenario y vi que el venerable estaba esperando que subiese para poder irse ya de allí. Matt me estaba mirando con cara de sorprendido, al igual que yo a él. Luego me dedicó una gran sonrisa y me indicó con gestos que subiese al escenario, donde el venerable Odcnil ya empezaba a desesperarse.
Me encaminé hacia allí, sin escuchar el griterío que acompañaba a mi avance, pero antes de que fuese a llegar, el cielo tomó un color gris metálico y las nubes lo cubrieron por completo.
Todos creímos que se trataba de la aparición o desaparición de alguno de los venerables, pero pronto nos dimos cuenta de que no tenía nada que ver con aquello, era algo más, algo desagradable.
Toda la plaza estaba en silencio, y la gente miraba al cielo en busca de la causa de aquel fenómeno. De repente un puntito negro apareció de entre las nubes.
  -¡Dragón! -gritó un anciano en medio del gentío.
Todo se descontroló, la gente corrió hacia todos lados en busca de cobijo, gritaban y agarraban a sus seres queridos, la plaza estaba al borde del colapso.
Busqué a Matt entre el tumulto y lo divisé a lo lejos. Venía corriendo hacia mí, mientras yo bajaba las pocas escaleras que me había dado tiempo a subir.
Mientras, la imagen del dragón se tornó más nítida y se adivinaba una figura montada sobre su lomo.
Matt me alcanzó sin resuello.
  -¿Qué hacemos? -le pregunté.
  -¡Correr! –gritó decidido.
Avanzamos por el río de gente, pero noté que poco a poco, llevados por el torrente, nos íbamos distanciando.
  -Vete a tu casa, yo iré a la mía, ya nos veremos…
Apenas terminé de oír su frase cuando un ruido como nunca antes había oído, surgió de detrás de nosotros. Me giré y observé que el dragón se nos había echado encima y seguía a la gente por la avenida principal del pueblo, rugiendo y enseñando sus enormes dientes salpicados de furia.

Matt se desvió hacia su casa y yo seguí recto hacia mi calle. Miré hacia atrás y no me pude creer lo que vi. El dragón, enorme y de escamas color azul zafiro, se desvió hacia la calle de Matt persiguiendo a un montón de gente. Mientras volaba libremente por la calle, el jinete lanzaba unos rayos azules que al alcanzar a la gente, los dejaba paralizados y rígidos como estatuas.

Me paré y continué mirando el espectáculo que se me ofrecía. La gente iba quedando petrificada a lo largo de la calle, pero el dragón parecía perseguir algo, o a alguien.
Se estaban alejando mucho, ya no distinguía bien la escena, pero vi que el dragón daba la vuelta haciendo un giro en el aire –al parecer había conseguido lo que buscaba–, y se dirigía directamente hacia donde yo me encontraba junto a otros aterrorizados transeuntes.
Me giré e intenté reanudar mi carrera, con tan mala suerte que tropecé y caí al suelo con un ruido sordo.
La gente no se daba cuenta de mi presencia y me pisaba y pateaba por todos lados. Abrí los ojos y lo vi. Vi como se acercaba el dragón y como el jinete me miraba fijamente, sin apartar un momento la mirada de mí. Sabía que venía a por mí, pero no podía hacer nada por evitarlo, me encontraba en el suelo, paralizado por el terror.

Oí una voz, una voz que me llamaba a moverme, me di la vuelta y distinguí a Odcnil a través de mi vista nublada. Estaba entre esa niebla con la que él se transportaba.
  -¡Vamos, vamos! -me gritó desesperado. Me agarró una mano y sentí el vació, sentí como si me arrancaran las extremidades del cuerpo una a una.
Antes de desaparecer por completo, pude atisbar lo que había agarrado el dragón en aquella callejuela. Era un chico, un chico alto y moreno… Era Matt, y estaba colgando inerte entre una de las garras del gigantesco reptil.


Ya no me encontraba en Norpher.

Recuerdos de fuego

El fuego crepitaba sin cesar, sus llamas nos caldeaban a mí y a todas las personas que habíamos salido en busca de aquella arma legendaria que todos los pueblos de los alrededores anhelaban. Éramos unas quince personas, entre las cuales nos encontrábamos mi abuelo y yo. Él era ya un anciano muy viejo y se había convertido en mago del pueblo. Le había tocado a él, entre todos los magos, participar en la búsqueda del artilugio. Era ya de noche, llevábamos ya un mes buscando y no habíamos encontrado nada.
Como todas las noches, mi abuelo se dispuso a contarnos una historia que le sucediera en su juventud. Se ayudaba de un saco en el que tenía metidos unos polvos con los que nos rociaba para que pudiésemos ver y sentir la historia que nos contaba.
- Estábamos en tiempos de guerra- comenzó mi abuelo. – Nos encontrábamos en la ciudad de Thor, antigua capital del reino. Nos habían destinado con el objetivo de destruir por completo a los enemigos y a su base en la ciudad. Mi regimiento estaba casi aniquilado por completo y en tierra sólo quedábamos mi amigo Seúl y yo. Por el aire nos seguían cubriéndonos las espaldas los magníficos dragones del ejército aéreo.
Los que estábamos sentados alrededor del fuego sentimos como los dragones volaban sobre nuestras cabezas, y sentíamos su calor, el calor de su fuego interno. Luchaban con garras u colmillos contra dragones enemigos y catapultas.
Mi abuelo continuó con su historia:
- Nos dirigíamos hacia el centro de la ciudad, donde estaba el centro de operaciones de los enemigos. Parecía una misión imposible y creíamos que íbamos a morir. De repente, dragones enemigos salieron de las puertas de la base, dispuestos a destrozarnos con sus garras.
“Nuestros amigos aéreos aterrizaron limpiamente delante de nosotros, para plantarles cara a los dragones. Luchaban con garras colmillos y fuego. Fuego que caía alrededor nuestro en forma de bolas que destrozaban y hacían volar la tierra por los aires. Mi amigo Seúl resultó herido y le dije que se quedara en ese sitio mientras yo intentaba acabar la misión.”
A mi abuelo parecía gustarle las caras que poníamos, ya que no salíamos de nuestro asombro cuando unas llamaradas de fuego se precipitaban encima de nosotros y se desvanecían antes de tocarnos.
- Me aleje todo lo que pude de los dragones para intentar entrar en la base, pero uno de los jinetes me vio y se precipito encima de mí cabalgando sobre su montura. No tuve tiempo ni de respirar cuando el dragón ya me tenía entre sus garras. Vi que nos alejábamos de la ciudad en llamas y supe entonces que me iban a hacer prisionero. Decidí hacer algo, así que saqué el cuchillo de una de mis botas y acuchillé sin parar las garras del dragón. No parecía hacerle ni cosquillas, pero de repente el cuchillo penetró en la carne de dragón y este pegó un alarido. Me soltó. No volábamos muy alto y gracias di que estábamos encime de un bosque. Sólo me rompí el fémur derecho y dos costillas.
Los presentes dimos un respingo y nos llevamos las manos a las piernas y al pecho con muecas de dolor en nuestros rostros. Pero mi abuelo aún no había terminado:
- Corrí y corrí por todo el bosque buscando un lugar donde esconderme y encontré un lugar, un pueblo, un pueblo donde pasaría el resto de mi vida.
Unos años después me enteré de que mi amigo Seúl había conseguido el objetivo.
Nos incorporamos con sensaciones de alivio y nos dispusimos a apagar el fuego para dormir. Mañana sería otro día y quizá encontráramos lo que buscábamos.

El Todo por la Nada

¿Y por qué hay que ser de alguna manera?
Nadie quiere ser de ninguna manea, todos quieren ser, algo especial, pero siempre estarán dentro de la masa, la masa de gentes, la masa de corrientes, donde cada idea tiene su flujo, donde las ideologías, tejen su embrujo, y todas estas ideas y corrientes, generan discusiones, que suben ardientes, hasta alcanzar la categoría de conflictos sin sentido, basados en ideas que la gente ha tenido.
Y por eso hay gente, gente sin corriente, gente que se deja llevar por esas burbujas incandescentes, gente que cambia, que se adapta para sobrevivir, cambiando su postura, para poder existir. Se dejan mecer por las corrientes, sin querer ninguna, pero teniéndolas todas, aprendiendo de cada una, observando sus lazos, los lazos que las unen, en una eterna tortura, producida por la mera existencia de la otra, y, sin quererlo, la gente pierde la cordura, dejándose llevar por esas pequeñas ideas, que mientras el mundo exista, no desaparecerán de la vista, se quedarán siempre aquí, torturando a los demás.
Y con ello en la mente, las personas sin ideas, sin corrientes, las que se dejan llevar, dicen: Que la NADA domine al TODO, y que el TODO dé paso a la NADA, para poder no existir en la sociedad de las corrientes, la que hace que los demás digan: “No, si tú mientes”.

Anne, encuentros en la memoria.

1: La Fiesta.

Aquel día de mayo de 1650, Anne no podía ni imaginarse los recuerdos que evocaría esa misma tarde, los que harían que aquella noche no pudiera dormir tranquilamente…
Se encontraba en su cumpleaños número 85, y todos sus familiares y amigos le habían preparado durante todo el día la fiesta de la que disfrutarían aquella noche. La salita estaba a rebosar, amigos hablando por aquí, familiares discutiendo sobre asuntos modernos que Anne ya no entendía debido a su avanzada edad, y los niños jugando por los suelos de la casa, como si les fuese la vida en ganar aquellos juegos que encontraban tan divertidos.
Hacía calor en toda la casa y llegó la hora de sentarse a tomar la tarta. Todos se reunieron en torno la mesa y comenzaron a comer entre entretenidas conversaciones que Anne escuchaba, haciendo de vez en cuando algún comentario.
De repente, Anne oyó un nombre, un nombre que no había oído desde su juventud, un nombre que la hizo espabilarse y prestar atención a la conversación en la que se encontraban gran parte de los comensales.
- … y entonces el tipo ese, ¿cómo se llamaba?
- ¡Galileo!
- ¡Eso, Galileo! Pues le dijeron que no podían seguir escuchándolo y que no apoyaban sus teorías alocadas y fuera de sentido, que callara y dejara a los más listos al cargo de las cosas importantes. Y entonces…
- Galileo…-susurró Anne. Había estado gran parte de la fiesta en silencio, mirando a los invitados, pero sin charlar mucho con ellos, por lo que todos los comensales se giraron y la miraron con expectación.
- ¿Qué pasa mamá? -inquirió una de sus hijas.
- Yo coincidí con él, aquí, en Pisa…
- ¿Qué coincidiste con él? ¡Eso no nos lo habías contado mamá!
- Lo sé pero es que fue hace mucho tiempo y…
- Nada de peros, ¡eso da para mucho! ¡Cuenta, cuenta!
Los demás siguieron con sus conversaciones y discusiones, y se olvidaron de Anne y su hija.
- Lo conocí aquí, en Pisa, a mis dieciocho años, y él estudiaba en la ciudad. Yo trabajaba en la vieja taberna de la Via Tavoleria, cuando un día entraron por la puerta tres jóvenes. Discutían sobre teorías matemáticas, físicas, astronómicas y otras tantas que nunca entendí. Se sentaron en una mesa y fue a atenderles Saúl, el tabernero. Sus conversaciones cada vez subían más de tono, y acabaron a gritos, por lo que Saúl se vio obligado a pedirles que se marcharan, pero hubo uno de los tres, el que más me llamó la atención, el que había entrado en primer lugar, que se quedó sentado en la mesa, pidiendo permiso amablemente al tabernero, y encargó un vaso de vino.
- ¿Te ocupas tú Anne?- me pidió Saúl – Es que ya me han sacado de mis casillas.
- Está bien - respondí. Preparé una jarra de buen vino, y me acerqué a la mesa. Aquel hombre tenía unas ojeras increíbles, como si llevara sin dormir días y días.
- Gracias – me dijo antes de que pusiera el vino en la mesa y sin levantar siquiera la mirada.
- No es nada. Perdón, ¿le pasa algo?- nunca supe por qué le pregunté eso, simplemente me salió, como empujado por el destino.
- ¡Qué si me pasa algo dice! - estalló bebiendo un gran trago de vino–. ¡Por supuesto que me pasa algo! ¡Estas malditas ratas de biblioteca que no demuestran nada y se creen que todo lo que dicen los “grandes de la ciencia” es verdad…! ¡Y yo no estoy de acuerdo señorita, no señor, yo creo que se debe demostrar lo que uno sabe y que…! Pero bueno esto a usted no le debe importar… - en ese momento levantó la mirada, y en ese momento, yo supe que sentía algo por aquel hombre extraño e inconformista que estaba al lado mío, admiración o quizá simplemente curiosidad. - No, no, continúe por favor- cogí una silla de la mesa de al lado y me senté junto a él.
- Bueno, si se empeña… - ya llevaba un par de vasos encima y no costaba mucho que hablase. – El caso es, señorita, que en esta sociedad en la que vivimos, la gente no se preocupa de demostrar las cosas, sino simplemente las dicen y ¡Hala! ¡Viva la vida! Y esa es la causa de mi problema, ya que estoy asistiendo a la conferencia de matemáticas de Ostilio Ricci, y hay allí cada rata… que déjela ir, y entonces…
-El siguió hablando sin parar y yo me encontraba como en una nube, absorbida por la abrumadora presencia de aquel hombre, admirada por la cantidad de saber que vivía en cada parte de su ser, y entregada a aquella cosa tan extraña que sentía hacia una persona totalmente desconocida. No sabía cómo seguir la conversación, con lo que únicamente escuché, escuché cada palabra que salía de su boca y le miré como una adolescente miraría a un amor platónico de las novelas de aventuras...
Y se hizo muy tarde… al final, compartimos aquella jarra de vino y otra más, ya que había acabado mi turno horas antes, con lo que aquel extraño personaje y yo seguimos hablando hasta altas horas de la madrugada. Yo hacía algún que otro comentario, pero el grueso de la conversación lo llevaba principalmente él, explicándome en qué proyectos se encontraba, qué pensaba hacer, y un millón de cosas que yo escuchaba con atención.
- …y claro, mi padre está empeñado en que yo estudie medicina, pero yo no quiero señorita, no, no quiero, así que lo voy intentar convencer a ver si…
- Es la hora de cerrar –se acercó el tabernero.
- Está bien, ya nos vamos –dije con la convicción de una persona bebida.
Salimos del bar, agarrados de los brazos, ya que teníamos miedo a caernos después de haber bebido tanto, y nos adentramos en las estrechas calles que rodean la Universidad de Pisa. Casi sin darnos cuenta, y guiados únicamente por el sentido de orientación de él, llegamos a una callejuela y mi acompañante se giró y me dijo:
- Esta ya es mi casa…
-Está bien –dije intentando dar a comprender que no me importaba demasiado.
-Me tengo que subir ya, que mañana me espera otro día muy muy movidito.
- No, espera…-dije sin saber muy bien si lo hacía simplemente con la esperanza de retrasar su partida
- ¿Qué pasa? -preguntó un poco preocupado.
- No, nada, pero me preguntaba si nos volveríamos a ver…
- Por supuesto que si Anne, mañana a la misma hora estaré en la taberna y charlaremos otro rato –afirmó sujetándose la cabeza con las manos, como si se le fuese a caer.
- Vale, pues entonces… hasta mañana, ¿no?
- Sí, nos vemos mañana –se giró y entró en un portal antiguo por el que empezó a subir las escaleras que conducían a su casa haciendo eses y con algún que otro tropiezo.
Yo me quedé ahí, mirando, incluso cuando él ya había doblado la primera esquina y yo ya no lo veía.
Volví a mi casa del barrio de San Giusto, en las afueras, y dormí lo que quedaba de noche pensando en él, y entonces me di cuenta de una cosa… ¡no le había preguntado cómo se llamaba! Lo haría el próximo día que nos viéramos.

...

Todos en el salón miraban ahora a Anne. Todos escuchaban su historia como si de la novela más importante se tratase.
- ¡¿Y qué más mamá?! –inquirió la hija con la que había empezado a hablar de su pasado.
- Sí, eso, ¿qué más? –repusieron otras personas en el comedor.
- Pues simplemente nos seguimos viendo y…-explicó Anne.
- ¿Y..?
- Nada más, seguiremos cuando cumpla los 86 años, que ya es muy tarde y los niños estarán que se suben por las paredes –y mucha gente en el comedor empezó a reírse con Anne.
- Bueno está bien, pero no te escapas ¿eh? –dijo un sobrino suyo.
La gente empezó a recoger y los niños a salir por la puerta, todos se iban y poco a poco, en cuanto los trastos y la comida y todas las sobras estuvieron recogidas, Anne decidió irse a dormir.






























2: Una noche muy larga. Recuerdos.

Se cambió, se acostó y pensó, sólo pensó, en aquel 85 cumpleaños, en aquel hombre llamado Galileo, que recordaría toda su vida, y evocó todos los recuerdos que había vivido con él, como si los estuviese viviendo otra vez, medio dormida medio despierta, pero segura de su memoria, que era lo único fiable a lo que Anne se agarraba.




El día siguiente amaneció lluvioso en Pisa. Hacía frío y Anne se despertó con un increíble dolor de cabeza, con la sensación de que el día anterior no había existido, ignorando completamente lo que había ocurrido.
Se levantó de su cama tosca e incómoda y se encaminó a arreglarse para ir a comprar la comida que la abastecería en su pequeño apartamento durante al menos cinco días más.
Cuando salió de su casa, aún no recordaba nada de lo sucedido el día anterior, por lo que ninguna preocupación más que lo que debía comprar rondaba su mente.
Llegó al mercado aún con la cabeza molestándole, y compró todo lo que necesitaba; no le llevó mucho tiempo, ya que eran objetos de mera subsistencia, y volvió a casa por el mismo camino por el que había venido, sin parase a pensar en nada más que no fuese en el dolor de cabeza que acuciaba su mente.
Cuando hubo colocado toda la compra en su correspondiente lugar, decidió que necesitaba un descanso, ya que los efectos del alcohol de la noche anterior aún no habían dejado de tamborilearle la cabeza, y ésta le dolía a horrores, por lo que se acostó en la cama.
“Espero despertarme a tiempo para ir a la taberna” –pensó-, “Como llegue tarde, Saúl me mata”, se dijo.
Saúl era un hombre muy delgado y alto, y siempre había estado con Anne en aquel local, desde que ella había entrado a formar parte de él cuando era sólo una niña. Era simpático y afable, pero tenía poca paciencia con los clientes más desesperantes, por lo que le pedía a Anne que lo sustituyera a cambio de cubrirla cuando llegaba tarde y ayudándola en lo que podía, ya que Anne intentaba sobrevivir con lo poco que le pagaban.
Con estos pensamientos sin más trascendencia, Anne entró en un sueño profundo en el que no soñó con nada, y del que, de repente, se despertó de un susto con un solo pensamiento en la cabeza: “¡No! ¡Aquel hombre! ¡Hoy iría allí también! ¡Tenía que preguntarle cómo se llamaba, era su oportunidad! ¿Cómo lo había olvidado?”
Bajó de un brinco de la cama y miró por la ventana: “Perfecto, al menos hoy no llego tarde”. Todavía se veía claridad en la ciudad, no era de noche, pero los primeros rayos de luz del crepúsculo aparecían por la lejanía.
Se vistió y arregló despacio, pensando en que tenía tiempo de sobra para llegar allí sin que fuese muy tarde, y también con la idea de un posible reencuentro con aquel hombre…
Salió de su casa cogiendo las llaves en dirección a la taberna, donde pasaría el resto de la tarde y gran parte de la noche.
De camino pensó en lo extraño de la noche anterior: un extraño hombre que entra en un bar donde casualmente trabaja Anne, una chica de 18 años, y, casualmente, acaban hablando toda la noche, y que, casualmente, ese hombre le hiciese sentir especial, le hiciese sentir un cambio impresionante en su vida, el inconformismo era la base para no quedar atascada en la monotonía y el aburrimiento, y la monotonía y el aburrimiento eran, precisamente, las dos cosas que mas disgustaban a Anne.
Ese hombre la había marcado, no sabía cómo ni por qué pero lo que si sabía era que se dirigía al lugar donde la noche anterior se conocieron, con la idea de verle una vez más y hablar con él, pero esta vez más como amigos que como simples desconocidos.
Llegó al bar con los pies fríos y con ganas de sentarse. Todo parecía normal. Los mismos clientes que siempre, los mismos pedidos que siempre, y ni rastro de su conocido…
Saúl se le acercó y le lanzó el delantal que tan horrendo le parecía a Anne.
- Cinco minutos tarde, Anne, pero hoy te los perdono, que me siento generoso –le dijo guiñando un ojo, y a continuación añadió-: Bueno, y porque ayer cuando te fuiste no parecías ir muy sobria –se dio la vuelta y siguió con sus quehaceres, atendiendo a clientes de las pocas mesas que se encontraban ocupadas.
Anne iba a responderle, pero en ese mismo momento se abrió la puerta. Ella, esperanzada, se giró rápidamente y con ojos atentos, pero para ver únicamente como entraba en el bar una pareja agarrada de la mano y ocupaba una mesa al fondo de la estancia.
- Por cierto, Anne – oyó a Saúl que le hablaba desde la barra – Esta mañana temprano vino un chico, parecía un recadero, y me dio un sobrecito para tí, dijo que lo entenderías.
Anne se quedó petrificada.
- ¿Dónde lo has puesto, Saúl? –preguntó con rapidez e insistencia.
- Aquí lo tengo – respondió él sacándose un sobre pequeño de color blanco del bolsillo de su delantal y tendiéndoselo a Anne.
- Trae acá –dijo Anne arrebatándoselo de un manotazo. Se sentó en una mesa, la primera que vio vacía, y abrió el sobre con manos ansiosas.
Dentro, encontró un papel doblado que abrió temblorosa, ya que no sabía qué esperar de semejante envío, en el que había un pequeño texto en forma de carta, con caligrafía esmerada y curiosa, que decía:

“ Querida Anne,
Siento tener que escribir estas palabras pero creo que hoy no voy a tener tiempo de ir
a la taberna, ya que tengo mucho que estudiar y en la conferencia no esperan a nadie, pero
te prometo que mañana o pasado iré por allí y te llevaré a dar un paseo por
Pisa, y hablaremos como ayer noche, ¿está bien? Realmente lo siento mucho,
eres una compañía excelente, no me olvides, yo no lo haré.
Fdo: Galileo
Pd: Siento no haberte dicho mi nombre, pero, tú tampoco lo preguntaste, ¿no?”

Galileo… así que ése era su nombre…
“Bueno, no estaba mal. Por lo menos ya tengo un nombre con el que fantasear en sueños” –se animó Anne entre risitas ahogadas.
No sabía que pensar. De momento, dejaría pasar el tiempo que Galileo decía en su carta, pero en su fuero interno estaba deseando volver a verle. Era increíble como la había marcado tan profundamente. Pero ella esperaría lo que hiciese falta para estar con él de nuevo.
Pasó toda la tarde esperanzada en que apareciese por la puerta, mientras servía las mesas y hablaba de vez en cuando con Saúl, cuando no había muchos pedidos, y había poco que hacer en el viejo mesón.
Al final se dio por vencida y, cuando terminó su turno, dejó a Saúl sólo, que trabajaba más horas que ella, y se dirigió de regreso a su casa, deseando acabar el día para que llegara el siguiente y, con él, la posibilidad de verlo otra vez…
Estaba muy equivocada, lo único que consiguió yéndose a la cama temprano, fue desvelarse y pensar en todo menos en dormirse. “¿Cómo voy a dormir sabiendo que él está por ahí, sabiendo que le voy a volver a ver? ¿Por qué no habrá venido hoy? ¿Le habría pasado algo, o simplemente había estado haciendo lo que decía en su carta? ¿Qué le diría la próxima vez que lo viera?...” -éstas y muchas otras preguntas rondaban la mente de Anne, que no consiguió conciliar el sueño hasta bien entrada la madrugada.





“Que inocente fui” –pensó la Anne de 1650 –. “¿Por qué esperaría volver a verle? Si tampoco fue para tanto.” –intentó autoconvencerse.
Se incorporó y se acercó a la cocina a beber un vaso de agua, ya que a sus años ya el cuerpo empezaba a fallar de vez en cuando, y había que cuidarlo especialmente bien, para que durara muchos años más.
Era imposible que aquella noche se durmiera. Hablar de su pasado le había abierto viejas heridas que recordaría toda la noche.
Cuando volvió a la cama, siguió recordando y pensando.
“Y pensar que lo volvería a ver unos días después, de aquella manera… me habría vuelto loca de impaciencia”






Al día siguiente, Anne se despertó muy tarde, y únicamente para la hora de comer. Se preparó un bocadillo y decidió que, como no tenía nada que hacer, iría a la taberna a hacerle compañía a Saúl y a intentar trabajar unas horitas extra para ganarse un pequeño plus en su encogida economía.
Como otro día más, se vistió y arregló, y salió por la puerta, llegando a su destino justo cuando un chico pequeño de unos 12 años de edad, con una gorrita roja, salía por la puerta de éste, presuroso.
Anne entró, y se encontró que el lugar estaba lleno a rebosar de clientes. “Perfecto” –pensó –“Así podré hacer mis pequeñas horas extras”.
Saúl se le acercó y le tendió el delantal.
- ¿Horas extras, Anne?, está bien, no me viene nada mal un par de manos más aquí, la verdad –y Anne cogió el delantal y se puso a hacer su tarea junto a Saúl.
Conforme iba entrando la tarde, Anne sentía que su nerviosismo crecía y crecía, ya que tenía la esperanza de ver a Galileo aquella tarde o, en cualquier caso, aquella noche.
A media tarde, cuando el local ya se había vaciado casi del todo y sólo quedaban unos hombres de negocios en una mesa cercana a la puerta, Saúl pegó un brinco y tiró una jarra por el borde de una mesa, la que, para mala suerte de Saúl, fue a parar justo a su pie derecho.
- ¡Putana...! –maldijo con todas sus ganas mientras se agachaba a coger la jarra y la colocaba en el fregadero-. ¡Anne! –llamó a su ayudante casi gritando.
- ¡Dime Saúl! – Anne casi llegó al instante junto a él, ya que tenía los nervios a flor de piel y la adrenalina recorría su cuerpo como si sus venas estuvieran hechas de pura cafeína.
- Esta mañana llegó otra carta para tí. La volvió a traer el mismo chiquillo de ayer, pero se me había olvidado dártela, con el lío de la taberna y todo eso. Aquí tienes –dijo tendiéndole otro sobre parecido al del día anterior.
Anne estaba que explotaba por dentro, pero sabía que el pobre y viejo Saúl no podía hacer más con su débil memoria y el estrés que le suponía aquel trabajo.
- Gracias Saúl –le respondió cogiendo el sobre mientras soltaba un largo y hondo suspiro para intentar calmarse
Lo volvió a abrir casi rompiendo la carta, y cuando lo desdobló y lo extendió, leyó:

“Lo siento:
Lo siento de veras Anne pero me tengo que ir de la ciudad. Si, lo sé, quizás suena
un poco precipitado, pero es que aquí, me he ganado algunos enemigos, ya sabes, por mi
odio a ser comparado con “ellos”, y, la cosa está muy fea.
Me iré a un pueblo de las afueras, hasta que se calmen un poco las cosas, y luego
volveré y seguiré con mis estudios de matemáticas sin intentar llamar demasiado la
atención. No podré escribirte los días que esté fuera pero te prometo que en cuanto
vuelva me pondré en contacto contigo.
Volveremos a vernos, no te preocupes.
Pd: No intentes encontrarme.
Fdo: Galileo.”

Anne no daba crédito a lo que leía. “¿Cómo podía hacerle eso? Habían quedado, ¿no? ¡Pues por lo menos podría presentarse!” –pensó con furia.
En cuanto a lo de no buscarle, Anne decidió que no le haría caso, así de simple, si él no se dignaba a venir, iría ella en su busca. Pensó que si había gente que lo odiaba en aquella ciudad, debería ser porque había hecho algo importante, o, por lo menos, que se codeaba con la gente más grandiosa de Pisa. Así que decidió que averiguaría donde trabajaba y preguntaría por su paradero allí.
En esto pensaba cuando de repente calló en la cuenta. La taberna. ¿Qué podía hacer con la taberna? La ataba de pies y manos con la ciudad, no podía hacer nada, y tampoco podía dejarla, ya que necesitaba el dinero. Y también estaba Saúl, y todo lo que había dado por ella…
No, definitivamente no podía hacer nada… o sí… Sí, sí que podía, por lo menos averiguaría donde era la conferencia esa a la que asistía y preguntaría si alguien sabía algo de él, dónde estaba, cuándo vendría, etc…
Terminó el turno con muchas ganas de ir a su casa, para descansar y pensar en dónde podría ir en primer lugar para preguntar por Galileo al día siguiente.
Apenas llegó, dejó las llaves encima de la cama y se acostó en la misma, pensando en levantarse para cenar y cambiarse… algo que no hizo, ya que al cabo de tres o cuatro escasos minutos, se quedó dormida profundamente.

Se levantó al día siguiente con cansancio, un cansancio que se debía posiblemente al haber dormido con la ropa de calle puesta y clavándosele las llaves en los riñones…
Desayunó rápidamente y se arregló lo que pudo sus maltrechas ropas. Luego pensó que lo único que tenía que hacer esa mañana era ir a preguntar por Galileo a donde quiera que diesen esas extrañas conferencias de matemáticos.
“Pero, ¿donde?”-se preguntó a si misma
Pasó unos diez minutos pensando sentada en la cama y al final cayó en la cuenta de que a Saúl siempre le habían gustado las cosas de ciencias y matemáticas y quizás él sabía donde se daban las conferencias en la ciudad, con lo que se encaminó al mesón otra vez más, pero esta vez no para hacer horas extras, sino para hablar con Saúl.
Llegó antes de lo que esperaba ya que por el camino pensaba en qué iba a hacer cuando llegara al lugar donde se celebraban las conferencias. Ella no sabía nada de matemáticas ni de nada de eso, así que no pudo ni imaginarse cómo podría reaccionar cuando llegara allí, con todo lleno de gente muy lista e inteligente.
De la taberna salían muchos clientes, por lo que Anne pensó que quizás Saúl no iba a poder hablar con ella, ya que estaría muy ocupado sirviendo. Pero no perdía nada por intentarlo.
Entró y observó que apenas había quedado gente dentro después de que todo ese tumulto que ella había visto saliese de él.
Se acercó a Saúl, que se encontraba apoyado en la barra secando unas jarras, y antes de que Anne pudiera pronunciar palabra, éste se le adelantó.
- ¿Otra vez horas extra, Anne? A este paso voy a tener que darte unas vacaciones, ¡que poco más y trabajas lo mismo que yo! –se rió en voz alta de su propio chiste.
-No, era otra cosa, oye, a ti siempre te han gustado las conferencias esas de matemáticas y todos esos rollos raros, ¿no? –le preguntó Anne sin andarse con rodeos.
- Mmmh... sí… ¿Por qué? –preguntó muy extrañado.
“¿Es que acaso es tan raro que yo me interese por las matemáticas? Debería cuidar un poco más mi imagen” –puntualizó Anne en su mente.
- Pues porque me gustaría saber donde dan esas conferencias y todo eso… no es por nada, simplemente…
- Aquel chico… ¿verdad? –le cortó él antes de que terminase de hablar.
- ¿Cómo…? –empezó a preguntar ella, extrañada.
- Simplemente parecía inteligente… bueno, y que cuando me acerqué a servirles el otro día a él y a sus amigos no pude evitar oír un poco de su conversación y…
- ¿Su conversación? –preguntó Anne con una nueva esperanza en la mente. Quizás Saúl sabía algo más sobre el actual paradero de Galileo, quizás le podía dar información sin tener que ir a la conferencia y quedar en evidencia, quizás había oído algo…
- Si, pero nada importante, sólo matemáticas y mas matemáticas… me dieron dolor de cabeza –o quizás no había oído nada de nada…
Anne decidió que tenía que volver al plan “A”
- Bueno, y, a lo que iba, que dónde se dan esas conferencias tan importantes en la ciudad.
- Espera que me acuerde… si, creo que tenía un periódico por aquí –dijo levantándose y cogiendo un periódico de debajo el mostrador de la barra-. Si, aquí está, pues mira, las suelen dar en el auditorio que hay cerca de la plaza redonda, ese que es así de color dorado, en el que dan todas. ¿Es que no te interesas por nada de lo que pasa en la ciudad en la que vives? Deberías…
Apenas hubo bajado el periódico hasta una distancia que le permitiera ver lo que había detrás, cuando se dio cuenta de que se había quedado hablando sólo. Anne ya había salido por la puerta.


“El Auditorio” –pensó Anne. “¿Dónde iba a ser si no?”
Se encaminó hacia la plaza con pies ligeros. No quedaba lejos, pero tenía que atravesar una parte del mercado que solía estar llena de gente, y en la que rara vez se podía andar sin tropezar con algún carro, o con un niño que jugaba por el suelo.
Le costó mucho ir tan despacio, sabiendo que podía averiguar dónde se encontraba él en esa misma mañana.
Los mercaderes gritaban y atraían a la gente con los reclamos de sus mejores productos, un sinfín de olores recorrían las calles y mucha gente acudía a ver qué era lo que se vendía en aquellos puestos que tan bien olían.
Pero Anne sólo deseaba llegar a su destino, y ya empezaban a dolerle los pies de tanto caminar. Llevaba andando unos diez minutos y sus piernas no estaban acostumbradas a caminar más que los dos o tres que tardaba en ir al trabajo, o los cinco o seis que tardaba en hacer la compra cuando era día de rellenar la despensa.
A unos pocos minutos más ya divisó el final de la calle que desembocaba en la plaza, donde se encontraba el Auditorio. Anne estaba muy nerviosa, no sabía qué hacer, y pocos pasos la separaban de la plaza donde tendría que preguntar si alguien sabía algo de un extraño hombre llamado Galileo.
Entró en la plaza absorta en pesimistas pensamientos sobre lo que iba a pasar allí, cuando, sin darse cuenta, tropezó con alguien, y lo único que vio después del choque fueron un montón de papeles volando y a ella y a un niño de unos 12 años sentado en el suelo enfrente suya, viendo cómo volaban los papeles que tanto trabajo le había costado cargar.
El niño se levantó rápidamente y empezó a recoger los papeles presurosamente.
- Espera, te ayudaré –se ofreció Anne levantándose y empezando a coger los papeles que más cerca quedaban de su posición.
- Gracias, no pasa nada, no se preocupe, esto es muy rápido de recoger, ya me ha pasado otra vez hoy, ha sido culpa mía, que no veo con la pila de papeles, lo siento de verdad…-se excusaba el niño mientras recogía los papeles apilados en el suelo con asombrosa rapidez. Después, se giró y cogió del suelo una gorra roja que se colocó en la cabeza.
- Que no, en serio, te ayudo, si no es nada… -y en ese momento, Anne cayó en la cuenta-:
- Espera, no serías tú el chaval que el otro día entró en el bar de Saúl a dar unos recados, ¿no? –ante Anne se habría una nueva posibilidad y esperanza. Lo había reconocido gracias a la gorra roja que se había abierto camino hasta su mente del día en el que recibió la segunda nota de Galileo.
- Me parece que sí, pero hago tantos encargos que no sabría decirte con seguridad en qué día fue… -ya había cogido todos los papeles y la pila volvía a taparle casi toda la cara y gran parte de los ojos.
- No importa, sólo quería saber si te acordabas de la persona que te hizo los encargos, un tal… Galileo –dijo Anne con la esperanza de que aquel nombre provocara alguna alteración en el rostro del chico. Y sí, lo consiguió ya que el rapaz se quedó asombrado de que una chica como ella preguntara por alguien que últimamente a Anne le parecía que era tan importante-. Y si sabías la forma en la me puedo poner en contacto con él –le inquirió Anne antes de que respondiera.
- Bueno… me dijo que no se lo dijera a nadie, ya que le oí hablar con un amigo suyo cuando entré el día en que me llamó para hacerle el encargo, pero si es tan importante lo que tiene que decirle…
- Sí, sí que lo es –cortó Anne con la intención de avivar la carrerilla que había parecido coger el chico hablando.
-Hablaban de que él tenía que irse de la ciudad por “nosequé” cosa y que volvería a los cuatro días si las cosas se habían calmado, así que, si quiere hablar con él, le sugiero que le espere en la ciudad, no tardará mucho en volver. Pero no le diga que se lo he dicho, podría caerme una gran bronca si…
Para cuando el chico se dio cuenta de que estaba hablando sólo, Anne ya estaba doblando la primera esquina de la plaza, de camino a su casa, pensando en lo que le había dicho el muchacho de la gorra roja.
El chico se encogió de hombros y subió una mano en la frente haciendo el gesto que tantas veces había visto hacer a los soldados
“Para servir” –pensó. Y mientras, la pila de papeles se le caía otra vez de las manos, volando junto a las hojas de los árboles en la dirección en que soplaba el viento…
































3: Amanecer...


Anne se había quedado dormida… Las hojas que volaban en sus recuerdos la habían mecido hasta el punto de introducirla en un profundo sueño, del que sólo saldría al día siguiente, cuando ya el sol de la mañana entraba en su habitación por las ventanas entornadas, y le rozaba el brazo, haciéndole entrar en calor.
Aún era muy pronto, Anne lo sabía, y por ello decidió quedarse en la cama un rato más, terminando de recordar lo que ahora le parecía que había sucedido hacía tanto tiempo.
Sus recuerdos eran vagos y borrosos, pero no le fallaba la memoria en cuanto a los más significantes e importantes, los que había guardado su mente sin querer, por ser en los que ella mejor se había sentido en su vida.





El amanecer del cuarto día de la partida de Galileo se asomaba luminoso y cálido en Pisa. No hacía frío, había poca humedad, y la gente se había despertado pronto para disfrutar de aquel día que parecía iba a ser glorioso y maravilloso. El mercado estaba lleno de gente, los niños ya jugaban en las calles incluso tan pronto como era, y Anne no se podía encontrar de mejor humor.
Había transcurrido una tarde y un día entero desde que aquel chico de la gorra roja le diera la valiosa información que Anne tanto deseaba. Galileo volvía en cuatro días, no especificaba cuál, pero Anne sabía que si no era ese día que tan especial se presentaba, sería el siguiente.
No había hecho gran cosa en la tarde y el día entero que siguieron al del encuentro con el niño, simplemente se había dedicado al trabajo por completo y a ayudar a Saúl con éste.
Como una mañana más, se levantó, desayunó pan con manteca y leche, y se decidió a encaminarse al mercado para ver si habían traído cosas nuevas, ya que últimamente recibían cantidades de productos que provenían de otros países, y eso a Anne la entusiasmaba.
Se dio una vuelta por el mercado, que le llevaría mucho tiempo, ya que no tenía prisa ninguna en llegar a su casa, porque hasta por la tarde no empezaba su turno en la taberna. Había un murmullo general en Pisa. En las calles se respiraba el aire de la vida, un aire que llenaba los pulmones de ganas de pasear y de disfrutar aquel día especial y de no continuar con la monotonía de las vidas que llevaban las gentes que paseaban por las grandes avenidas de aquella ciudad mágica y encantadora.
Cuando Anne decidió que el mercado no le deparaba nada nuevo, dio media vuelta y regresó a casa con paso seguro y decidido, por el mismo camino por el que había venido, respirando el aire tan fresco y limpio de ese día especial. Por el camino se encontró a varios amigos suyos, amigos que se había hecho en la taberna, ya que ella no tenía mucha más vida social en la ciudad. Tras saludarlos siguió su camino de regreso sin inmutar su rostro de alegría y esperanza.
Al llegar a su apartamento, Anne empezó a limpiar, siempre lo hacía cuando no tenía otras cosas que hacer, y si no, dormía; a Anne le encantaba dormir, era uno de los placeres de la vida para ella, y si tenía un poco de tiempo, prefería dormir que perderlo haciendo cosas sin importancia. Siempre había pensado que los sueños, esos pequeños ratos de una vida irracional, deparaban más placer que su monótona existencia.
Pasaron minutos y minutos y al final Anne se cansó de limpiar, por lo que se propuso hacer la otra distracción que más le gustaba. Se acostó en la cama pensando en lo posible de ver a Galileo pasarse por la taberna otra vez esa tarde, y así de ensimismada en sus pensamientos, se quedó dormida…

“¡No!”- pensó al abrir los ojos y ver el grado de luz que entraba por su ventana.
Se había vuelto a quedar dormida. Era ya muy tarde y su turno de trabajo debería de haber empezado hacía por lo menos media hora. Se levantó corriendo y con mucha prisa, sin tener mucho cuidado con los estropicios que dejaba a su paso mientras se arreglaba un poco, lo justo, y salía disparada por la puerta de su apartamento sin pararse a pensar en el huracán de desorden que dejaba tras de sí.
Iba hecha un tornado. Cualquier persona que se hubiera cruzado con ella en esos momentos habría pensado que se trataba de un espejismo, ya que Anne no podía ir más deprisa y con más ganas de llegar a la taberna que en esos momentos.
Arrambló con lo que encontraba a su paso. Tenía frío, y el aire, que ya empezaba a ser el de una noche más, le golpeaba los ojos y hacía que estos le llorasen.
Cuando estuvo en la puerta del local, entró en él como una exhalación. Saúl no podía imaginarse que fuera ella, pero sí, allí se encontraba, había llegado, -media hora tarde-, pero había llegado, que era lo que importaba.
- Anne, Anne, Anne… -le riñó por lo bajo en medio del salón tendiéndole el delantal como tantas veces había hecho-. Te voy a perdonar… pero únicamente porque ayer me hiciste muchos recados extra, ¿está bien?
Anne asintió vehemente con la cabeza.
- De acuerdo, pero por favor, no vuelvas a llegar tan tarde. Ya te lo pido como de amigo a amiga. Una hora es demasiado. Y aquí hay demasiado lío últimamente como para que me falte una empleada, y más importante, sus dos manos de ayuda.
“¡Una hora!” pensó Anne. Se debería de haber equivocado al intentar adivinar la hora simplemente por la posición del Sol.
- Lo siento de veras Saúl, yo estaba… y luego… pero es que…- intentaba encontrar la forma de excusarse, sin hallar resultado posible.
- No importa, anda sirve a aquellos clientes que acaban de llegar –dijo quitándole importancia y señalando una mesa que estaba siendo ocupada por cuatro amigas que marujeaban mientras tomaban asiento.
- Enseguida –respondió Anne a la petición directa de Saúl.
Pasó toda la tarde sin que Galileo diera señales de vida por allí, y Anne pensó que quizá estuviese ocupado o se estuviera poniendo al corriente de los días de conferencia que se había perdido. Aún así, esa noche Anne tenía por seguro el quedarse hasta bien tarde, a la espera de él, aunque Saúl la instara a abandonar lugar e irse a descansar a su casa cada cinco o seis minutos.
- Vete a casa Anne, no seas tonta –le decía Saúl en uno de sus intentos por ayudar a Anne a dormir.
- No Saúl, sólo unos minutos más –rogaba Anne suplicante-. Si además te ayudo a fregar, que sé que te hace falta alguien que te eche una mano.
- Pero éstas no cuentan como horas extra, ¿de acuerdo? –le permitió de forma indirecta Saúl a quedarse un poco más después de meditar durante unos segundos.
A medianoche, aún quedaban unas cuantas cabezas que se podían contar en el viejo mesón. No entraba nadie, pero las personas que estaban dentro no parecía que fueran a salir muy pronto, ya que cada vez pedían más y más bebidas, y Anne les servía con mucho gusto, con el posible fin de alargar la noche hasta que a Galileo se le pasara por la mente ir a la taberna a ver si Anne estaba aún allí.
Conforme más tarde se hacía, Anne perdía más la esperanza. No era posible que se hubiera olvidado de ella. En cualquier caso le habría surgido algún inconveniente y no habría podido ir esa noche. Ella no estaba enfadada, simplemente un poco chafada porque, en su interior, había pensado que era ése el día en el que Galileo regresaría y se pasaría por allí para verla. Pero ahora sabía que no.
Con toda la esperanza perdida, se despidió de Saúl con un ademán de su mano, y éste asintió como asiente un padre cuando ha estado avisando a un hijo durante mucho tiempo y al final pasa lo que el padre había previsto. Anne se dio la vuelta y, tras recoger sus cosas del perchero de la entrada, se dispuso a salir por la puerta, cuando, con pasos muy sigilosos, un hombre entró por la puerta por delante de ella en el momento en que Anne se giraba para salir. Quedáronse mirando frente a frente, sin decir nada, pero sabiendo lo que pensaba el otro en aquel momento.
- Hola –empezó Anne con vergüenza. Había pasado tanto tiempo para ella que casi se había olvidado de lo mucho que le atraía ese hombre.
- Lo siento, de veras –dijo él abalanzándose sobre Anne y dándole un fuerte abrazo. Anne se lo devolvió, pero con el asombro escrito en la cara.
- No era mi intención, lo único es que si me quedaba, las cosas no podían ir bien, por eso me fui, pero ahora he vuelto y de veras que lo siento… -no terminó de hablar cuando Anne ya le había tapado la boca con un único y silenciador dedo, que logró callar a aquel hombre tan hablador y de tanto saber, el único dedo que lo haría en la vida de éste.
Sus miradas no estaban quietas ni un segundo. Analizaban al otro como si de un análisis médico se tratara, movimientos, cambios, vestimenta, cara, ojos… Al llegar a los ojos, ambos se detuvieron y se quedaron así durante un largo minuto, sin hablar, sólo mirándose en la pupila del otro. Poco a poco, se fueron acercando, y para cuando se dieron cuenta, estaban casi tocándose la punta de las narices. Al segundo, ya estaban unidos por los labios de ambos, en un beso dulce y armonioso, que hablaba por sí sólo, que lo decía todo, y todo quedaba dicho…

Salieron del bar agarrados de la mano, sin separase ni un momento, como si sus minutos estuviesen contados, charlando como si se conocieran de años y años, cuando en realidad sólo se habían visto una vez, pero una vez en la que ambos sintieron que la gravedad que pasaba a hacer efecto en esos momentos no era la de la Tierra, sino la del otro, una gravedad cien veces superior, que les hacía necesitar al otro como si sus vidas dependiesen de ello.
Se dirigieron hacia la plaza, ya era tarde, más de medianoche, pero aún se oían ruidos en las calles, de adolescentes que seguían sus juergas sin importarles la hora que fuera.
Había luna casi llena y el cielo estaba despejado, con lo que era una noche sin estrellas pero muy luminosa, muy especial para Anne. Se sentía como flotando, como andando por las nubes. Ya nada la preocupaba en esos momentos. Estaba con quien quería estar y donde quería estar.
Estaban llegando a la plaza y seguían hablando. Galileo se había disculpado innumerables veces de no haber estado en la ciudad y de haber faltado aquel día que le prometió que volvería y le daría un paseo por Pisa, pero Anne sólo le respondía con frases como: “No pasa nada”, o, “Ahora estás aquí, lo demás da igual”.
Se sentaron en un banco, no hacía frío, y cuando se cansaron de discutir sobre quién debía ser perdonado y quién no, un enorme silencio invadió el ambiente, peor no un silencio incómodo. Unas débiles sonrisas se asomaron por los labios de ambos, y se volvieron a quedar embobados mirando en las pupilas del otro, encontrando lo que sentían sin necesidad de mucha exploración, ya que lo único que necesitaban en ese momento, era su recíproca presencia.
Casi sin darse cuenta, de nuevo acabaron unidos por los labios, sin capacidad de razonamiento, pero esta vez, el beso duró más tiempo. Fue apasionado y espontáneo, ya que ninguno de los dos quería separarse.
Cuando se quedaron casi sin aliento, se separaron entre jadeos, pero sonriendo y felices.
- Creo que te quiero –por fin logró vocalizar Anne cuando hubo recuperado un ritmo de respiración normal.
- Y yo a ti –respondió Galileo.
- Pues todos felices –continuó él justo antes de volver a sentir cómo Anne tiraba de él y lo aprisionaba entre sus brazos.
Al poco tiempo, el helor de la madrugada empezó a hacer efecto en ambos, aunque se encontraran cerca el uno del otro, el frío empezó a hacerles mella, y ya no quedaba nadie en la plaza aparte de ellos.
- Deberíamos irnos… -sugirió Anne mientras luchaba por respirar y hablar a la vez.
- Si, quizá… -respondió él de la misma forma.
- ¿Mañana nos veremos? –preguntó ella poniéndose seria de pronto.
- Por supuesto Anne, nunca más te dejaré aquí, nunca más me iré. Mañana nos volveremos a ver, te lo prometo.
- ¿A la medianoche en la taberna de Saúl? –preguntó Anne con los ojos brillantes. Le daba pena dejarlo, pero ya era muy tarde y debía dormir si quería que hubiese un mañana en la que no tuviese que estar en la cama todo el día.
- A la medianoche allí –confirmó él levantándose y ayudando a Anne a levantarse también.
Empezaron a andar cada uno hacia la salida de la plaza que más cerca quedaba de sus respectivas casas. Los dos se seguían viendo de reojo y no podían evitar echar ojeadas al otro a ver si ya había terminada de cruzar la plaza.
Cuando llegaron a la entrada de cada una de las calles, ambos se pararon en seco al mismo tiempo, y ambos se giraron hacia el otro al mismo tiempo, y ambos empezaron a correr al mismo tiempo, carrera que terminó con un profundo beso que ambos disfrutaron enormemente, bebiendo del otro.
- Vente a mi casa –dijo Galileo cuando terminó aquel beso tan especial.
Anne no sabía que pensar, pero incluso así, aceptó con un fuerte y decidido movimiento de cabeza.
No tardaron mucho en llegar, iban casi corriendo y no es que tuvieran prisa, sino que el camino se les hizo muy corto por la felicidad tan honda que les invadía a los dos. Cuando llegaron, vacilaron un poco en el portal de la casa, pero sus dudas se vieron fuera de contexto cuando un fuerte beso decidió por ellos y ya nada más les importó.
No se les volvió a ver por la calle hasta el día siguiente, cuando los dos se separaron para seguir sus vidas de nuevo, pero con una diferencia, aquel vacío que habían sentido durante sus vidas se encontraba lleno a rebosar por una presencia y una seguridad, una seguridad que Anne sentía cuando salía del trabajo por las noche y sabía que él estaría allí, esperándola, como todas las noches. Y así vivieron durante días, semanas, incluso meses, no había día en que no se vieran… hasta que todo se acabó…
Galileo había cambiado mucho, y se había interesado cada vez más por las matemáticas. En su mente fraguaba el plan de hablar con su padre para poder estudiar matemáticas en vez de medicina. Cada vez se alejaba más de Anne y ésta no lo soportaba, por lo que a veces incluso le decía de no verse para ver si conseguía olvidarse de él, como parecía estar haciendo Galileo, pero lo único que conseguía era que cuando lo volvía a ver, se volvía a sentir completamente perdida ante él.
Se encontraban en la calle principal que salía de Pisa, él se estaba metiendo en un carro y ya habían discutido todo lo discutible sobre su partida. Cuando ya estaba dentro, se giró y siguieron hablando, bueno, más bien, discutiendo:
- Pero, ¿de verdad que tienes que hacerlo? –murmulló Anne muy seria.
- Ya lo hemos hablando, Anne, tengo que ir a hablar con mi padre, necesito que me deje estudiar matemáticas, porque él está obsesionado con la medicina, pero con ayuda de Ricci, conseguiré que me de su autorización.
- Pero no puedes dejarme aquí, no puedes… -dijo Anne muy apenada, pues intuía que si él se iba, no lo volvería a ver.
- Pero Anne, debo hacerlo, necesito ver más cosas y seguir estudiando, tienes que entenderlo, no puedo…
- Está bien, está bien, ve… pero si te vas… no te molestes en volver a entrar en la vieja taberna, pues no querré volver a verte si tan poco te cuesta irte de aquí.
- No digas eso Anne, por favor, de verdad que necesito ir, tengo que hacerlo, eso que dices es una tontería…
- Será una tontería, pero yo no quiero seguir con un hombre que no tiene tiempo y que poco a poco siento que lo pierdo porque él no para de estudiar y no parece querer estar conmigo. En serio Galileo, creo que esto es el fin, no podemos seguir… vete… -Anne estaba a punto de llorar, pero contenía las lágrimas y mantenía la seriedad a pesar de que estaba diciendo las palabras que peor le sentaban en esos momentos.
-Eres tan cabezota… pero si estás tan convencida, está bien, no volveré por la taberna –dijo él convencido y conteniendo de igual forma que ella las lágrimas-. ¡Arranca! –gritó al cochero para que se pusiera en marcha.
El coche empezó a moverse y él se introdujo dentro del carro. Una amarga lágrima corrió por su mejilla, una lágrima que recordaría siempre.
Anne no se molestó en despedirse con la mano, simplemente, se quedó allí, parada, mirando como se alejaba el carro, y, cuando éste ya hubo tomado la primera curva, a Anne le cayeron dos grandes lágrimas que no secaría hasta llegar a su casa, y tumbarse a… dormir…













4: El final.

“Y pensar que después hizo tantas cosas importantes” –pensó Anne, que estaba aún tumbada en su cama. El sol ya entraba bastante por su ventana y hacía que Anne entrara en un embotamiento tal, que ya no sabía donde se encontraba, si en su cómoda cama, o en la vieja habitación en la que había vivido tiempos tan felices, a la par que desdichados.






Efectivamente, no volvió a ver a Galileo, por lo que su vida siguió su curso, con los cambios que éste había aportado, pues el interés que demostró Anne por las ciencias de matemáticas y astronomía después, sólo se debían a sus influencias y a las largas conversaciones que tenía con él.
Estudió tanto, que, al final, consiguió un puesto en la universidad de Pisa, gracias, también, a la ayuda de uno de los amigos de Saúl que allí trabajaba.
Le echaba de menos, pero se convencía a sí misma de que no podía quedarse estancada en él, por lo que siguió viviendo, sin verlo, sin oírlo, sin sentirlo, pero sabiendo en cada segundo los logros que iba consiguiendo.
Pasó el tiempo sin que se vieran, mucho tiempo, tanto, que un día en un periódico, Anne vio anunciada una boda entre un tal Galileo Galilei y una tal Marina Gamba. Ese día, Anne consiguió olvidarse de él y convencerse en rehacer su vida. También dejó sus estudios, y, en contra de Saúl, que quería lo mejor para ella, volvió a trabajar en la taberna y a vivir de su pequeño sueldo como camarera…






“Y ya todo volvió a ser exactamente como antes” –pensó Anne mientras un frío repentino la asaltaba. “Bueno, luego conocí a Carlos, y formamos nuestra familia y todo lo que eso conllevaba, pero ahora él está muerto, y tú también… bueno espero que nunca te olvidases de mí, Galileo… yo nunca lo hice…”
Cayó dormida en un sueño profundo e intenso del que no creía que volviera a despertar.