martes, 29 de abril de 2014

Psicología de bolsillo.

Son curiosos los sueños, ¿no?
Hoy me he despertado sabiendo que había tenido un sueño muy vivido, pero, como de costumbre, no lo recordaba. Suele pasar. Siempre he pensado que los sueños son como retazos de memoria que de repente les da por mezclarse sin orden alguno. Retazos de aquello que has vivido intensamente, o que te ha marcado profundamente, o simplemente cosas a las que estabas receptivo. Porque, ¿no olvidamos con facilidad a lo que no prestamos atención? Pienso que los sueños son eso, momentos de tu día a día en los que has estado receptivo y que se agolpan aleatoriamente para dar imágenes grotescas y extrañas.

He decidido hacer esta entrada para contaros mi día. Aunque más bien, os voy a contar lo que no se ve de este día, lo que yo pienso de este día.

El sueño se me hizo corto. Lo supe al oír el despertador reclamándome para empezar este nuevo lunes que no se prestaba a ser entretenido pero al final, oye, le he sacado partido.

Ya oía a mi compañero de piso levantarse, la puerta de su habitación, y su rutina mañanera diaria. Todos tenemos esa rutina, lo que sucede es que, al vivir con hermanos postizos en un piso de estudiantes, tienes como más rutinas mañaneras, te sabes de memoria las rutinas mañaneras de todos, sin querer, ¿sabes?

Tocaba hospital, ¡qué pereza! Otra vez la caminata.
Antes de salir, oigo cómo mi compañera de piso está empezando a funcionar, ella siempre apura los últimos momentos de sueño. La envidio. Yo soy incapaz de acortar mi rutina mañanera, me es indispensable cada cosa que hago, saludar al gato, ponerle comida, ir al baño, calentarme un vaso de leche que trago a sorbitos mirando a la blanca pared durante 10 largos minutos y coger la mochila con mucha vitalidad y ganas de que hoy pase algo. Soy así, siempre me espero algo de un nuevo día. ¿Que qué me espero? Pues ni idea. Soy de esas personas que dicen que odian las sorpresas pero que están deseando que les venga alguna en su nuevo día. Me considero un poco bipolar en ese sentido.

Desde que me despido de mis compañeros de piso, que están en un hospital más cercano, hasta que llego al mío transcurren 15 minutos. Os reiréis pero son unos de los 15 minutos más intensos del día. ¿Que por qué? Pues porque dan para mucho si se los sabe utilizar. Yo, personalmente, oigo música, me fumo un cigarro, observo a la gente pasar, cabizbaja, adormilada, pienso en lo que tengo que hacer ese día, me ordeno. Dicen que organizamos nuestros pensamientos al dormir, por la noche, yo creo que lo hago en esos 15 minutos de camino, junto con los diez en los que me desayuno mi vaso de leche. Sí, creo que en esos minutos decido muchas cosas, como qué me va a afectar ese día, cuales son mis sentimientos hacia ese nuevo día, hacia lo que toca vivir. Digamos que me conozco diariamente es esos 15 minutos, descubro al “yo” del día.

Una de mis compañeras me está esperando. Es curioso cómo nos agrupamos ante lo desconocido, cómo sólo con el apoyo de una mano amiga ya las penas se nos presentan mucho menos penas. Soy humano, en fin.

Tras la espera de rigor de una hora en la que los médicos deciden hacernos caso y decirnos qué van a hacer con nuestros jóvenes y post-puberales cuerpos y mentes, empieza el trabajo.
No puedo decir mucho de esto, no es profesional. Pero sí puedo deciros que al final, ha salido productiva la mañana, oye. Se descubren muchas cosas en un hospital, tanto buenas como malas. Creo que es uno de los lugares más equilibrados del mundo, donde hay alegrías y hay penas, donde se salva y se mata, donde se vive y se muere en definitiva.

En realidad no quiero entrar mucho en tema de hospitales y eso. Realmente, uno de mis primeros pensamientos del día, como puede constatar mi querida madrina con la que he entablado un pequeño chat mañanero, ha sido para compañeros que recientemente han perdido a alguien. Todo mi apoyo, sinceramente.

Hago un pequeño parón para darme cuenta de que, al escribir esto, me estoy dando cuenta de muchas cosas. Todo el mundo debería hacerlo. Es como parar el mundo y observar cada detalle, cada pájaro en vuelo, cada pez nadando, cada humano actuando. Piensa en todo lo que has pensado, en todo lo que has hecho.
Ayer me terminé una novela que decía que aquellos que son capaces de parar el mundo, son los que luego son capaces de moverlo, ¿entendéis? Quizá de ahí este escrito, que me está resultando extremadamente estimulante.

Mi compañera se ofrece a acercarme a mi casa. Se lo agradezco enormemente, no os imaginas el suplicio de camino a las 13.00 en la época de calor en la que estamos. Ella es así, siempre da lo que tiene. A mi esas son las cosas que me ganan. Dar lo que tienes aunque sea poco. Me gusta, me estimula, me hace darme cuenta de lo que valoro a esa persona; paro el mundo durante dos segundos y la observo intensamente, pero por dentro, “alcanzando el alma por los ojos” como se expresan algunos literatos.
Sí, soy consumidor de poesía. Aunque en realidad de poesía y de todo  texto escrito que se me ponga por delante. Me considero un lector nato, de los que escasean con mi edad.

Voy en el coche observando la conducción de los murcianos. Deja que desear, para que nos vamos a engañar, aunque, tal y como le he dicho a mi compañera: “para malos conductores los cartageneros”, como solía decir mi madre. Es una de esas improntas paterno filiares que se le quedan a uno. Hipótesis que aceptas como teorías comprobadas, no te importan los hechos, es así, lo dijo tu madre cuando eras pequeño, cuando ella era tu superheroína, antes de caerse con todo el equipo cuando tu empieza s aprender, a saber – o a creer saber – más que ella.

Ya abriendo la puerta de casa empieza el agobio. Como estudiante, hoy me ha tocado el día de estrés entre apuntes. O por lo menos eso parecía que iba a pasar pues, tras comer rápidamente – sólo, mis compañeros aún seguían en su hospital – y estar estudiando y arreglando cosas durante tres o cuatro horas, he decidido que ya estaba bien y me he puesto a leer.
Ya os he comentado que soy un devoralibros. No lo puedo evitar, me engancho fácilmente. Podría decirse que soy de afición fácil aunque, irremediablemente, también soy de aburrimiento fácil. Lo de irremediablemente lo habéis entendido, ¿no? Si fuese solamente de afición fácil, tendría un síndrome de Diógenes de aficiones bestial y, como suelo decir según mi psicología de bolsillo, el que mucho abarca, poco aprieta. Todos tenemos esa psicología de bolsillo, esas frases de las que abusamos para – o por lo menos intentar – explicarnos.

Novela leída en un 70%. Los ebooks han ganado la partida, es difícil no caer en la tentación, pero de eso hablaré otro día. Es un tema que puede dar mucho de sí.

Me desperezo en la cama pensando que se me escapa el día. No porque piense que leer me hace perder tiempo, todo lo contrario, otra de las frases de mi psicología de bolsillo es: “no existe perder el tiempo”, sino porque tengo aun mil cosas que hacer, o que pensar en realidad.
Es curioso cómo a veces medimos lo que tenemos que hacer en un día no por la cantidad de cosas que tengamos que “hacer” o sitios a donde “debamos ir” sino por la gran abundancia de pensamientos que aún quedan por delante. Es como ordenarte la mente sin querer, lo que más tiempo te lleve pensar, ocupa más horas, minutos y segundos.
Hoy ha sido un día larguísimo de pensamientos, de ahí que me apeteciera tanto escribirlos. Me siento como retratándome en el punto álgido de mi agilidad mental, en el culmen de rapidez cerebral. Como alguien que se hace una foto a los 20 años y la guarda con la esperanza de verse en su mejor forma física cuando sea un anciano arrugadito. El diminutivo es eternamente cariñoso, siempre lo he pensado, pero hacia dentro.

Me despido de mis compañeros de piso que están enfrascados en sus estudios. Ellos duermen siesta, luego tienen que aprovechar el plus de energía de ese sueño reparador en lo que yo ya he hecho, quizá con menos productividad, horas antes.
El tema de la siesta es otro. Me gusta, pero si hay algo que está muy cerca de perder el tiempo dentro de mi modo de ver la vida, es dormir una siesta de 2 horas. Sólo las consiento en resacas estremecedoras y madrugones inhumanos.
Salgo de casa con una bolsa – con unos tacones festivos olvidados días atrás por una amiga en casa en su interior -, el paquete de tabaco, y las llaves. Voy a imprimir unos apuntes detrás de mi casa. Vivir en el centro de una ciudad es maravilloso, a la vez que enloquecedor, ¿verdad?
Paso por delante de nuestro antro. Un antro es un sitio sin mucho lujo, sin muchos adornos, donde la cerveza es relativamente asequible y que te ha dado mejores momentos que cualquier otro bar de categoría neoyorkina. Eso es un antro. Lo miro con nostalgia y sigo mi camino.
Tras la parada en la papelería en la que casi olvido mi cartera entre risas y reproches – al unísono – de un simpática abuelita (véase el diminutivo), me encamino a la academia.
Bailo. Mucho o poco según se mire. Es mucho si lo vemos dentro del contexto de mi tiempo libre fuera de la carrera, es poco si quisiera dedicarme a ello. Me encanta. Es genial la manera que tenemos los bailarines (me considero bailarín con todas las letras) de unir nuestros instintos más básicos con la técnica y la simetría del baile. Visceralidad, serenidad, conocimiento y ritmo todo en uno. Magnífico. Desfogante.
Allí pasan las horas más divertidas de mi día, en serio. No porque nos pasemos los sesenta minutos con sus sesenta segundos riéndonos, sino porque el baile me da alegría, sesenta minutos a la hora, haga lo que haga allí dentro, reírme, desgarrarme músculos, perder el aliento, moratones por doquier, lo que sea. Creo que a eso es a lo que llaman vocación.
Y allí hay personas maravillosas, con todas sus letras; y cada una de ellas por igual. Creo que he parado el mundo muchas veces con esas personas, por eso funcionamos tan bien juntos.

Vuelvo a casa exhausto, no sin antes fumarme un cigarro con algún compañero de la academia, necesito socializarme, fuera de toda obligación y compromiso.

Me he cruzado en el ascensor con mi compañero de piso, no lo he visto, él ha bajado por un ascensor y yo he subido por el otro. Se ha ido a cenar con su chica, supongo, volverá más tarde. Otra de sus rutinas. Me encanta conocer así a los demás, ¿hay algo más bonito?

Me hago una cena light, no me gusta  cenar demasiado. Luego se duerme mal.

Mientras mi compañera de piso termina de cenar y me dice que se va a dar una vuelta con su chico, siento que me estoy inspirando un montón, me apetece escribir.

¿Es curioso lo que da de sí la mente en un día no? Supongo que esto es sólo el diez por ciento de lo que se piensa veinticuatro horas con sus sesenta minutos la hora y sus sesenta segundos el minutos, pero tampoco pretendo extenderme demasiado porque si paras el mundo demasiado, puedes quedarte encerrado en la cárcel de tus pensamientos.


Espero que os guste mi psicología de bolsillo diaria. 

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