martes, 8 de enero de 2013

Sabañones de manteca, escalones de mermelada.


Tortugas que corren hacia el mar para no ser devoradas vilmente por las gaviotas. Playas paradisiacas donde descansa el alma de aquellos que saben vivir. 

Vidas que se escapan entre lamentos indecisos y sin remedio posible. 

Niños que lloran, que ríen y juegan por las calles de los pueblos más recónditos de España.
Imágenes de esperanza, fe  y dedicación que acuden a las mentes de los que saben de qué va el asunto. Asunto vil, desagradable, cobrizo, que no cesa de dar a entender las cosas que no son, o que da a entender las cosas que parece que son.
 
Sueños que te despiertan en medio de la noche bajo un manto de sudor y lágrimas, sudor y lágrimas derramadas por el miedo de lo que no conocemos, por el miedo de nuestro subconsciente, por el miedo de nuestro verdadero e inquieto yo. 

Descubrir nuestros más recónditos y perdidos miedos y flaquezas a la luz de la Luna llena de agosto, mientras tratan los pescadores de encontrar en su vida y quehaceres la razón.
Ver en las razones de los demás los sueños de los “de menos”.

De aquello que pensamos antes de dormir y que nos parecen locuras sin coherencia ni cohesión. Eso que nos rehúye mientras intentamos saber que somos.
Quizá el saber que somos está sobrevalorado, y sea más acertado ser lo que somos.

Soñar, vivir, amar, bailar, cantar, reír. Verbos indescifrables para todo ser con un mínimo de sentido de la existencia. 

Un día conocí a un cerdo vietnamita que no cesaba en su intento de arrebatar un trozo de pan a una tortuga. Aquí empezó mi delirio, mi pensamiento, mi filosofía, mi yo. 

Y os dejo con una de las enseñanzas que más me gusta del perfecto e incondicionalmente infiel de mi subconsciente:
Sabañones de manteca, escalones de mermelada.

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