martes, 26 de noviembre de 2013

Capítulo IV (libro)

CAPÍTULO IV: EL ORBE.

Matt intentaba darme la mano. Alargaba su fuerte brazo en dirección a mí, pero yo nada podía hacer para alcanzarlo. Tratábamos de gritar, pero ningún sonido salía de nuestras bocas. Todo estaba paralizado y no sabíamos qué hacer mientras Matt se alejaba poco a poco.
De repente un sonido. Una catarata, un torrente de agua chocando bruscamente con las rocas de un río rebelde, y todo se diluyó en aquello…

  -Eric, despierta – La suave voz de Ridora me despertó y me hizo poner los pies en la tierra – Tenemos prisa, te has quedado durmiendo.
Mi mente aceleró estrepitosamente. Me puse en pie de un salto, no había tiempo que perder, fuera lo que fuese lo que esperaban de mí en aquel lugar, debía hacerlo y rápido, tenía que ayudar a Matt.
  -Vamos,  no hagamos esperar al maestro, la sala de los orbes nos espera – Fue lo único que me dijo Ridora. Parecía un poco nerviosa. Yo no sabría hasta más tarde que lo que le inquietaban eran sus dudas sobre su propia instrucción con la magia.
Sin perder ni un segundo la seguí,  o eso creí que iba a hacer porque, de repente, cuando terminé de dar el primer paso hacia ella, se giró y me agarró la mano. Lo hizo tan rápido que no tuve tiempo de preguntarme qué demonios pasaba.
Sólo fui capaz de expresar un ligero gemido cuando sentí que algo brotaba de mi interior, algo me desgajaba por dentro, pero no sólo a mí, a Ridora parecía pasarle lo mismo, aunque su tez se encontraba perfectamente estable, sin el menor atisbo de asombro.
Era luz, una luz blanca emanaba a rayos de nuestro interior, cada vez más y más rápido. Parecía que lo envolvía todo. La habitación en la que estábamos comenzó a desdibujarse entre rayos de luz y, súbitamente, caí al césped mientras toda la luz se difuminaba igual de rápido que había aparecido.
¿Césped?
Ya no estábamos en aquella austera habitación del refugio de los venerables. Habíamos aparecido en un pequeño claro rodeado de frondoso bosque.
Yo me encontraba de rodillas en el húmedo suelo de aquel frío paraje, y a mi lado se encontraba una Ridora erguida, en la que ya no se hallaban resquicios de la inquietud y el nerviosismo que pareció tener en el refugio, sino en cuya cara se atisbaba una ligera sonrisa.  
  -Ya hemos llegado, ¿te encuentras bien, pequeño? – Dijo dirigiendo su mirada hacía mi asombrada cara.
  - P… perfectamente Ridora – conseguí vocalizar – pero, ¿qué ha pasado?
  - Nos hemos aparecido en el gran bosque Kanai, cuna de los orbes sagrados.
  - ¿Aparecido? ¿Tal y cómo lo hace Odcnil? – pregunté muy intrigado y sorprendido de que Ridora también fuese capaz de hacer aquello.
  - De una forma parecida, personal. Me alegro de que estés bien, eso es que todo ha salido a la perfección.
Yo no daba crédito. Me habían vuelto a transportar con magia, pero esta vez, todo había sido diferente. No me encontraba mareado ni confuso, sino todo lo contrario, la luz que hubo de llevarnos a ese lugar parecía haber caldeado mis entrañas.
  -¡Vamos chico! – exclamó Ridora mientras andaba ya a diez metros por delante mía – Tenemos cosas de las que hablar.
 La alcancé y nos dirigimos a la espesura del bosque. Ridora me hizo un ademán para que la siguiera, y así caminamos durante largo rato, mientras ella me contaba cómo funcionaba el transporte en aquellos que podían usar la magia.
Definitivamente yo no tenía ni idea de magia, pues sólo pude llegar a comprender del monólogo didáctico de Ridora que todo se basaba en los orbes. Al parecer cada persona con acceso a la sala de las esferas obtenía un orbe, un orbe que la elegía como portadora y que la dotaba de la magia a la que estaba destinada, y mediante la que se transportaría.
En el caso de Ridora, según pude entender, su orbe le dio la posibilidad de sanar, y la manifestación de aquello era la forma en la que el orbe ejecutaba un transporte.
¿Cuánto poder había en aquella joven que me acompañaba?
  -Ya hemos llegado, Eric, mira ahí – me inquirió Ridora sacándome de mis pensamientos de total incredulidad y señalando algo que quedaba delante.
Dirigí la vista en aquella dirección y vi una cueva. Pero no era una cueva normal, era la “entrada” a una cueva, sin más. No había montaña detrás, sólo más y más bosque. No había piedras allí, no parecía nada real aquello. Era un agujero negro en mi campo visual, una puerta oscura y sin límites.
 -Supongo que no verás nada agradable,  Eric, pero es donde debes adentrarte. Confiarás en mí cuando te diga que una vez entras y sales, la oscuridad se convierte en luz. Ya no es un agujero, es más bien un portal de luz.
Me acerqué tanteando el ambiente hacia el agujero de oscuridad.
  -¿Tengo que entrar ahí? – expresé dudoso. Tenía la sensación de que poco a poco la puerta me iba atrayendo, y yo iba haciendo cada vez más esfuerzo por salir de aquel magnetismo tan antinatural – Creo que no podré hacerlo.
  - Creer y crear sólo se diferencian en una letra, muchacho – Era la voz de Odcnil. De repente estaba a mi lado, dispuesto a empujarme hacia la oscuridad.
Y lo hizo.
Lo miré aterrado en un primer momento, pero en cuanto me di cuenta de que lo que decía era cierto, hasta le agradecí el infundirme valor para adentrarme en aquello y disipar mi inseguridad. Al fin y al cabo, si Ridora y el mismo Odcnil habían pasado por aquello, no podía ser nada malo.
Antes de que todo se disipará en oscuridad, conseguí oír una voz familiar decir: -Gana.

Lo que apareció ante mis ojos me dejó boquiabierto.
Un espacio sin paredes, enorme y oscuro se erguía ante mí. Esperé quieto hasta que mis ojos se acostumbraron a la penumbra, y en cuanto conseguí advertir formas en la oscuridad vi en qué consistía tal inmensidad de espacio.
Miles de estantes de piedra rectangulares anclados en el suelo de diseminaban hasta donde alcanzaba la vista, en todas direcciones, sin fin aparente. Pero lo curioso era lo que había encima de cada bloque de piedra. Dos o tres piedras por bloque, redondas, lisas y blancas como la nieve separadas diez o doce centímetros cada una. Todas con el mismo tamaño, la misma forma. Parecían bolas de nieve puestas en hilera como cuando nevaba en Norpher en los meses de frío y Matt y yo nos dedicábamos a imitar las bolitas de carne que nuestras madres solían preparar.
No sabía qué hacer, a dónde mirar, pues todo se me antojaba idéntico, vacío.
En ese momento me di cuenta, la luz. Si era capaz de ver algo era porque había una fuente de luz en algún lugar de aquella inmensa superficie.
Dirigí la mirada hacia donde parecía ser el origen de la tenue claridad. Estaba lejos, así que sin dudarlo ni un momento comencé a andar, esquivando moles de piedra, sin tocar nada y manteniendo fija la mirada en la luz a la que me dirigía.
Poco a poco noté un cambio. La luz que en un momento me había parecido blanca se fue tornando poco a poco azul y más intensa, hasta que pude observar que provenía de una mole de piedra que ya no quedaba muy lejos.
Un escalofrío recorrió mi espalda cuando, al acercarme a la rectangular pieza pude comprobar, entre grandes esfuerzos pues la claridad dañaba mis ojos, que la luz salía de una esfera, una esfera azul, pero no de un solo azul, si no de volutas de distintos tonos de azul que se arremolinaban en su interior.  
Entonces fue cuando entendí que ese era mi orbe, que yo tenía que coger aquello, hacerlo mío.
Al lado de aquel orbe había un hueco, como si una esfera vecina hubiese sido sustraída no hacía mucho tiempo.
No pensé más en aquel hecho, y tomé la decisión de coger la esfera que parecía atraerme con una fría aura.
Alargué poco a poco mi mano hacia ella y, sobresaltándome, la esfera saltó directa hacia mi mano antes de que ésta llegara siquiera hasta el límite del borde de la piedra.
Todo se hizo frio, muy frio. La esfera parecía vibrar en mi mano, aumentando paulatinamente el destello que desprendía, y volviéndose fría, casi quemándome.
Empecé a correr siguiendo el camino que creí haber tomado a la ida, chapoteando entre los charcos que antes… ¡no estaban!
Empezó a llover, y los charcos se hicieron cada vez más abundantes, primero pequeños y a cada minuto aumentando hasta cubrirme hasta las rodillas, mientras los demás orbes se empapaban, sin moverse ni un centímetro, sin inmutarse.
Mi carrera se hizo cada vez más difícil, me costaba mover las piernas, al agua seguía subiendo  y empezaba a haber olas que al golpearme alcanzaban mi cabeza, dejándome sordo y ciego intermitentemente.
Pronto dejé de sentir el suelo bajo mis pies, y opté por seguir nadando en la misma dirección, con el orbe pegado a mi mano, vibrante, vivo.
Las olas hundían mi cabeza en las profundidades conforme aumentaban su tamaño, yo luchaba por mantenerme en la superficie y por avanzar hacia algún sitio seguro.
Empecé a perder la esperanza cuando, asombrosamente, el techo de aquel lugar se hizo visible unos dos metros sobre mí. Ya no me quedaba tiempo, el agua había subido tanto que pronto quedaría sin aire y moriría.
Fue aquella voz la que me salvó.
  -Déjate llevar Eric, déjate llevar y gana…-
Era la voz de Matt, que me instaba a unirme al agua.
  -Fúndete Eric, fúndete…-
Matt nunca me desearía nada malo y mi situación era desesperada, tenía que probar y dejarme guiar por mi mejor amigo.
Me hundí, me dejé llevar como cuando Matt y yo nos dejábamos guiar por nuestros instintos en los bosques de Norpher.
Todo estaba en calma bajo las aguas, todo parecía en orden. Los orbes se encontraban muchos metros abajo, como riéndose de mi pasada angustia cómodos en sus cunas de piedra.
Sentí que en mi mano algo cambiaba, el orbe ya no transmitía frio, sino calor, una calma que parecía corresponderse con lo que sucedía bajo las embravecidas olas.
Y allí abajo estaba, la puerta que daba al bosque de Kanai. Pero esta vez algo había cambiado, ya no era oscura, sino blanca y resplandeciente, luminosa, bonita.
Despejé mi mente y comencé a bucear hacia la puerta, con miedo de que mis pulmones no consiguieran aguantar hasta llegar a las profundidades.
Descendí y descendí hasta encontrarme ante la boca de luz que me llamaba. Y entonces fue cuando sentí un pinchazo en el pecho, un dolor profundo y la necesidad imperiosa de una bocanada gigante de aire.
Con un último esfuerzo me impulsé hacia el bosque que se adivinaba tras la puerta mientras, inevitablemente, un torrente de agua penetraba en mi organismo.





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