Tortugas que corren hacia el mar para no ser devoradas
vilmente por las gaviotas. Playas paradisiacas donde descansa el alma de
aquellos que saben vivir.
Vidas que se escapan entre lamentos indecisos y sin remedio
posible.
Niños que lloran, que ríen y juegan por las calles de los
pueblos más recónditos de España.
Imágenes de esperanza, fe
y dedicación que acuden a las mentes de los que saben de qué va el
asunto. Asunto vil, desagradable, cobrizo, que no cesa de dar a entender las
cosas que no son, o que da a entender las cosas que parece que son.
Sueños que te despiertan en medio de la noche bajo un manto
de sudor y lágrimas, sudor y lágrimas derramadas por el miedo de lo que no
conocemos, por el miedo de nuestro subconsciente, por el miedo de nuestro
verdadero e inquieto yo.
Descubrir nuestros más recónditos y perdidos miedos y
flaquezas a la luz de la Luna llena de agosto, mientras tratan los pescadores
de encontrar en su vida y quehaceres la razón.
Ver en las razones de los demás los sueños de los “de menos”.
De aquello que pensamos antes de dormir y que nos parecen
locuras sin coherencia ni cohesión. Eso que nos rehúye mientras intentamos
saber que somos.
Quizá el saber que somos está sobrevalorado, y sea más
acertado ser lo que somos.
Soñar, vivir, amar, bailar, cantar, reír. Verbos
indescifrables para todo ser con un mínimo de sentido de la existencia.
Un día conocí a un cerdo vietnamita que no cesaba en su
intento de arrebatar un trozo de pan a una tortuga. Aquí empezó mi delirio, mi
pensamiento, mi filosofía, mi yo.
Y os dejo con una de las enseñanzas que más me gusta del
perfecto e incondicionalmente infiel de mi subconsciente:
Sabañones de manteca, escalones de mermelada.
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