Nada podía ser más perfecto.
El cielo estaba completamente ausente. Ausente de nubes que pudieran
estropear aquel momento.
Una oscuridad inmensa sólo alumbrada por las titilantes estrellas
que llenaban el vacio que sólo una noche de septiembre en la playa puede
ofrecer. Y, a lo lejos, las farolas del paseo marítimo que no cesaban en su
intento de alumbrar sus caras, sin conseguirlo.
Por supuesto, ni una ráfaga de viento existía que pudiera crear la más mínima ola en el mar
bajo sus pies.
La temperatura era la perfecta, no hacía mucho calor, pero sí
el suficiente fresco como para llevar una sudadera que arropara sus
sentimientos.
Al borde de aquel pantalán donde todo empezara, mirando al
infinito, al infinito que sólo los ojos del otro podía otorgar.
No quedaba nadie en aquella zona de la playa. Los
veraneantes habían partido días atrás dejando a su paso un letargo y un
descanso que no son dignos de mención, sino de sensación.
Ningún sonido perturbaba sus oídos. El silencio era tal, que
era audible la respiración tranquila y sosegada de los dos. Tranquilidad sólo
proporcionada por la mera presencia del otro.
Y por supuesto, por allí pasó la Luna, en cuarto creciente, mirándolo
todo pero sin observar nada, dando esa sensación de quietud y paciencia que la
caracterizaba por esas fechas de aprovechar las noches hasta el fin con el
propósito de no sentir acercarse la hora del adiós.
Y allí pasaron largo rato, hasta que se miraron fijamente y,
sonriendo como dos amantes quinceañeros, se dieron el mejor beso del mundo.
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