Es precisamente en estos momentos de soledad en casa
sutilmente acompañado de una cerveza, cigarros y una tele que suena de fondo
cuando recuerdo lo que más me llena en este mundo. Cuando recuerdo la música
que me mueve, cuando recuerdo los acordes que rigen mi vaivén por este mundo.
Recuerdo las canciones que me hacían sentir vivo, así como
los bailes a los que pertenecí y que me hicieron dejar de pensar, que me
ayudaron a sobreponerme, que me ayudaron a crecer y a enterrar malos sabores de
boca.
No concibo una vida sin música, soy incapaz de tener tanto
tiempo para pensar y no acabar volcado en tantos pensamientos que consiguen
hacerme pequeño y pensar en la inmensidad de un universo que no tiene un por
qué, un cuándo, un para qué.
Hay quienes se contentan creyendo en algún dios. No soy de
esos. No puedo pensar que todo sea tan simple. No puedo entender lo simple. Y
eso me da rabia.
Las cosas no son simples. El valerse por uno mismo no es
fácil, y así he salido, eterno buscador
de soluciones y planteador de problemas sólo si existe alguna salida. Soy un
optimista apesadumbrado.
Poco entienden esta última afirmación, pero para los que
saben pensar, ahí va otra: soy una tortuga veloz.
Soy el eterno buscador de la felicidad condicionada, el que
encuentra en pequeños placeres de la vida lo necesario para vivir, lo necesario
para ser feliz.
En cambio, cuando no encuentro esas pequeñeces, cuando no
veo solución, caigo sin remedio en canciones sin motivo, en la pesadez de los
párpados del insomne, en la barra de un bar vacío…
en el no saber por qué, para qué ni cuándo.
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