CAPÍTULO IV: EL ORBE.
Matt intentaba darme la mano.
Alargaba su fuerte brazo en dirección a mí, pero yo nada podía hacer para
alcanzarlo. Tratábamos de gritar, pero ningún sonido salía de nuestras bocas.
Todo estaba paralizado y no sabíamos qué hacer mientras Matt se alejaba poco a
poco.
De repente un sonido. Una
catarata, un torrente de agua chocando bruscamente con las rocas de un río
rebelde, y todo se diluyó en aquello…
-Eric, despierta – La suave voz de Ridora me
despertó y me hizo poner los pies en la tierra – Tenemos prisa, te has quedado
durmiendo.
Mi mente aceleró
estrepitosamente. Me puse en pie de un salto, no había tiempo que perder, fuera
lo que fuese lo que esperaban de mí en aquel lugar, debía hacerlo y rápido,
tenía que ayudar a Matt.
-Vamos,
no hagamos esperar al maestro, la sala de los orbes nos espera – Fue lo
único que me dijo Ridora. Parecía un poco nerviosa. Yo no sabría hasta más
tarde que lo que le inquietaban eran sus dudas sobre su propia instrucción con
la magia.
Sin perder ni un segundo la
seguí, o eso creí que iba a hacer porque,
de repente, cuando terminé de dar el primer paso hacia ella, se giró y me
agarró la mano. Lo hizo tan rápido que no tuve tiempo de preguntarme qué
demonios pasaba.
Sólo fui capaz de expresar un
ligero gemido cuando sentí que algo brotaba de mi interior, algo me desgajaba
por dentro, pero no sólo a mí, a Ridora parecía pasarle lo mismo, aunque su tez
se encontraba perfectamente estable, sin el menor atisbo de asombro.
Era luz, una luz blanca
emanaba a rayos de nuestro interior, cada vez más y más rápido. Parecía que lo
envolvía todo. La habitación en la que estábamos comenzó a desdibujarse entre
rayos de luz y, súbitamente, caí al césped mientras toda la luz se difuminaba
igual de rápido que había aparecido.
¿Césped?
Ya no estábamos en aquella
austera habitación del refugio de los venerables. Habíamos aparecido en un
pequeño claro rodeado de frondoso bosque.
Yo me encontraba de rodillas
en el húmedo suelo de aquel frío paraje, y a mi lado se encontraba una Ridora
erguida, en la que ya no se hallaban resquicios de la inquietud y el
nerviosismo que pareció tener en el refugio, sino en cuya cara se atisbaba una
ligera sonrisa.
-Ya hemos llegado, ¿te encuentras bien,
pequeño? – Dijo dirigiendo su mirada hacía mi asombrada cara.
- P… perfectamente Ridora – conseguí
vocalizar – pero, ¿qué ha pasado?
- Nos hemos aparecido en el gran bosque
Kanai, cuna de los orbes sagrados.
- ¿Aparecido? ¿Tal y cómo lo hace Odcnil? –
pregunté muy intrigado y sorprendido de que Ridora también fuese capaz de hacer
aquello.
- De una forma parecida, personal. Me alegro
de que estés bien, eso es que todo ha salido a la perfección.
Yo no daba crédito. Me habían
vuelto a transportar con magia, pero esta vez, todo había sido diferente. No me
encontraba mareado ni confuso, sino todo lo contrario, la luz que hubo de
llevarnos a ese lugar parecía haber caldeado mis entrañas.
-¡Vamos chico! – exclamó Ridora mientras
andaba ya a diez metros por delante mía – Tenemos cosas de las que hablar.
La alcancé y nos dirigimos a la espesura del
bosque. Ridora me hizo un ademán para que la siguiera, y así caminamos durante
largo rato, mientras ella me contaba cómo funcionaba el transporte en aquellos
que podían usar la magia.
Definitivamente yo no tenía
ni idea de magia, pues sólo pude llegar a comprender del monólogo didáctico de
Ridora que todo se basaba en los orbes. Al parecer cada persona con acceso a la
sala de las esferas obtenía un orbe, un orbe que la elegía como portadora y que
la dotaba de la magia a la que estaba destinada, y mediante la que se
transportaría.
En el caso de Ridora, según
pude entender, su orbe le dio la posibilidad de sanar, y la manifestación de
aquello era la forma en la que el orbe ejecutaba un transporte.
¿Cuánto poder había en
aquella joven que me acompañaba?
-Ya hemos llegado, Eric, mira ahí – me
inquirió Ridora sacándome de mis pensamientos de total incredulidad y señalando
algo que quedaba delante.
Dirigí la vista en aquella
dirección y vi una cueva. Pero no era una cueva normal, era la “entrada” a una
cueva, sin más. No había montaña detrás, sólo más y más bosque. No había
piedras allí, no parecía nada real aquello. Era un agujero negro en mi campo
visual, una puerta oscura y sin límites.
-Supongo que no verás nada agradable, Eric, pero es donde debes adentrarte.
Confiarás en mí cuando te diga que una vez entras y sales, la oscuridad se
convierte en luz. Ya no es un agujero, es más bien un portal de luz.
Me acerqué tanteando el
ambiente hacia el agujero de oscuridad.
-¿Tengo que entrar ahí? – expresé dudoso.
Tenía la sensación de que poco a poco la puerta me iba atrayendo, y yo iba
haciendo cada vez más esfuerzo por salir de aquel magnetismo tan antinatural –
Creo que no podré hacerlo.
- Creer y crear sólo se diferencian en una
letra, muchacho – Era la voz de Odcnil. De repente estaba a mi lado, dispuesto
a empujarme hacia la oscuridad.
Y lo hizo.
Lo miré aterrado en un primer
momento, pero en cuanto me di cuenta de que lo que decía era cierto, hasta le
agradecí el infundirme valor para adentrarme en aquello y disipar mi inseguridad.
Al fin y al cabo, si Ridora y el mismo Odcnil habían pasado por aquello, no
podía ser nada malo.
Antes de que todo se disipará
en oscuridad, conseguí oír una voz familiar decir: -Gana.
Lo que apareció ante mis ojos
me dejó boquiabierto.
Un espacio sin paredes,
enorme y oscuro se erguía ante mí. Esperé quieto hasta que mis ojos se
acostumbraron a la penumbra, y en cuanto conseguí advertir formas en la
oscuridad vi en qué consistía tal inmensidad de espacio.
Miles de estantes de piedra
rectangulares anclados en el suelo de diseminaban hasta donde alcanzaba la
vista, en todas direcciones, sin fin aparente. Pero lo curioso era lo que había
encima de cada bloque de piedra. Dos o tres piedras por bloque, redondas, lisas
y blancas como la nieve separadas diez o doce centímetros cada una. Todas con el
mismo tamaño, la misma forma. Parecían bolas de nieve puestas en hilera como
cuando nevaba en Norpher en los meses de frío y Matt y yo nos dedicábamos a
imitar las bolitas de carne que nuestras madres solían preparar.
No sabía qué hacer, a dónde
mirar, pues todo se me antojaba idéntico, vacío.
En ese momento me di cuenta,
la luz. Si era capaz de ver algo era porque había una fuente de luz en algún
lugar de aquella inmensa superficie.
Dirigí la mirada hacia donde
parecía ser el origen de la tenue claridad. Estaba lejos, así que sin dudarlo
ni un momento comencé a andar, esquivando moles de piedra, sin tocar nada y
manteniendo fija la mirada en la luz a la que me dirigía.
Poco a poco noté un cambio.
La luz que en un momento me había parecido blanca se fue tornando poco a poco
azul y más intensa, hasta que pude observar que provenía de una mole de piedra
que ya no quedaba muy lejos.
Un escalofrío recorrió mi
espalda cuando, al acercarme a la rectangular pieza pude comprobar, entre
grandes esfuerzos pues la claridad dañaba mis ojos, que la luz salía de una
esfera, una esfera azul, pero no de un solo azul, si no de volutas de distintos
tonos de azul que se arremolinaban en su interior.
Entonces fue cuando entendí
que ese era mi orbe, que yo tenía que coger aquello, hacerlo mío.
Al lado de aquel orbe había
un hueco, como si una esfera vecina hubiese sido sustraída no hacía mucho
tiempo.
No pensé más en aquel hecho,
y tomé la decisión de coger la esfera que parecía atraerme con una fría aura.
Alargué poco a poco mi mano
hacia ella y, sobresaltándome, la esfera saltó directa hacia mi mano antes de
que ésta llegara siquiera hasta el límite del borde de la piedra.
Todo se hizo frio, muy frio.
La esfera parecía vibrar en mi mano, aumentando paulatinamente el destello que
desprendía, y volviéndose fría, casi quemándome.
Empecé a correr siguiendo el
camino que creí haber tomado a la ida, chapoteando entre los charcos que antes…
¡no estaban!
Empezó a llover, y los
charcos se hicieron cada vez más abundantes, primero pequeños y a cada minuto
aumentando hasta cubrirme hasta las rodillas, mientras los demás orbes se
empapaban, sin moverse ni un centímetro, sin inmutarse.
Mi carrera se hizo cada vez más
difícil, me costaba mover las piernas, al agua seguía subiendo y empezaba a haber olas que al golpearme alcanzaban
mi cabeza, dejándome sordo y ciego intermitentemente.
Pronto dejé de sentir el
suelo bajo mis pies, y opté por seguir nadando en la misma dirección, con el
orbe pegado a mi mano, vibrante, vivo.
Las olas hundían mi cabeza en
las profundidades conforme aumentaban su tamaño, yo luchaba por mantenerme en
la superficie y por avanzar hacia algún sitio seguro.
Empecé a perder la esperanza
cuando, asombrosamente, el techo de aquel lugar se hizo visible unos dos metros
sobre mí. Ya no me quedaba tiempo, el agua había subido tanto que pronto
quedaría sin aire y moriría.
Fue aquella voz la que me
salvó.
-Déjate llevar Eric, déjate llevar y gana…-
Era la voz de Matt, que me
instaba a unirme al agua.
-Fúndete Eric, fúndete…-
Matt nunca me desearía nada
malo y mi situación era desesperada, tenía que probar y dejarme guiar por mi
mejor amigo.
Me hundí, me dejé llevar como
cuando Matt y yo nos dejábamos guiar por nuestros instintos en los bosques de
Norpher.
Todo estaba en calma bajo las
aguas, todo parecía en orden. Los orbes se encontraban muchos metros abajo,
como riéndose de mi pasada angustia cómodos en sus cunas de piedra.
Sentí que en mi mano algo
cambiaba, el orbe ya no transmitía frio, sino calor, una calma que parecía
corresponderse con lo que sucedía bajo las embravecidas olas.
Y allí abajo estaba, la
puerta que daba al bosque de Kanai. Pero esta vez algo había cambiado, ya no
era oscura, sino blanca y resplandeciente, luminosa, bonita.
Despejé mi mente y comencé a
bucear hacia la puerta, con miedo de que mis pulmones no consiguieran aguantar
hasta llegar a las profundidades.
Descendí y descendí hasta
encontrarme ante la boca de luz que me llamaba. Y entonces fue cuando sentí un
pinchazo en el pecho, un dolor profundo y la necesidad imperiosa de una
bocanada gigante de aire.
Con un último esfuerzo me
impulsé hacia el bosque que se adivinaba tras la puerta mientras, inevitablemente,
un torrente de agua penetraba en mi organismo.